De chico, cuando los domingos nos juntábamos en familia alrededor de la mesa, observaba en diagonal a mi abuela Rosa, que se sentaba en el otro extremo. Ella no era mi abuela, en realidad era mi bisabuela, una gallega dura de la parroquia de Lalín en Galicia, pero para todos nosotros era la abuela Rosa.
A medida que pasaban las Navidades y las festividades familiares, en mis pensamientos volvía una y otra vez la pregunta de si sería la última reunión con ella presente en esa lejana esquina del encuentro familiar. Me sentía culpable de pensar así, pero ella tenía 86 años en ese momento y era la mayor de la familia.
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Hoy, con más pérdidas familiares en la mochila y el acompañamiento de otros muchos pacientes en sus últimos momentos, me permito pensar diferente, ya que, queramos o no, las pérdidas nos acompañan a lo largo de la vida. Como médico, poder acompañar los momentos finales de algunos de mis pacientes trasciende la profesión en sí misma. Entran en juego otras cuestiones, otros valores.
Los médicos muchas veces actuamos como sanadores y, como tales, nuestra actitud debe ser imparcial, sin juicio alguno. En este tipo de situaciones, esa palabra adquiere un valor superlativo. La palabra juicio tiene dos acepciones importantes, una como crítica o censura y la otra como opinión. Esta segunda es compleja, porque resulta imposible no juzgar a nuestros pacientes.
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En eso va la impotencia ante la muerte y la pérdida. Por eso es normal y esperado que ante una pérdida sintamos tristeza. Es lógico que cuando la pérdida tiene que ver con una persona, situación o relación con la cual tenemos un vínculo emocional fuerte y vemos que esta pérdida será definitiva e irremplazable vivamos un duelo. La mudanza o el cambio de domicilio también implica un duelo en especial para las personas mayores.
El duelo es una emoción personal y puede ser vivido y manifestarse de muy diversas formas desde lo físico y lo emocional. Sentimientos como enojo, tristeza, culpa, confusión, negación, aislamiento o irritabilidad son de los mas frecuentes
Las sensaciones físicas que acompañan al sentimiento de pérdida poder ser el llanto, desasosiego, palpitaciones o pulso cardiaco acelerado, opresión o pesadez en el pecho o garganta, nauseas o sensación de plenitud y dificultad para conciliar el sueño.
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Pero también… también podemos sentir alivio. Sí, alivio después de un proceso de deterioro o enfermedad muy largo, y no está mal que así sea, que podamos sentir alivio.
El tiempo suele ser un bálsamo que nos ayuda a aceptar y curar las heridas que las perdidas provocan
No hay un cronograma establecido para el dolor. Sentir dolor es normal y natural, así que es bueno permitirse expresar los sentimientos o llorar esa perdida, porque sentir esa pérdida es parte de poder resolverla. Es importante poder cuidar en este proceso nuestra salud física y esto debe hacernos respetar los descansos, evitar los excesos y poder mantenernos activos físicamente.
Buscar alguna persona, amistad o afecto que nos permita hablar sobre la situación sin ser juzgado suele ser de mucha ayuda. Escribir lo que uno siente es un ejercicio interesante, quizás hasta sea un buen momento para comenzar un diario personal. Mantener una rutina, organizar los tiempos y tomarse descansos son algo determinante en estos momentos.
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Algo muy importante: pedir ayuda. Buscar ayuda no esta mal y hay que hacerlo si uno lo necesita. Su médico de cabecera, un terapeuta o un consejero nos pueden alivianar el tránsito que implica un duelo, y recuerde algo: intente no conducir si se siente mal, tenga mucho cuidado con el tránsito y los accidentes. Cuando uno está muy introspectivo y pensativo solemos perder atención de lo que ocurre a nuestro alrededor.
Poder sentir empatía ante la pérdida es fundamental, y esto en el sentido de reflejarnos, identificarnos en el sufrimiento del otro. Hoy, ya habiendo perdido no solo a mi bisabuela sino a mis abuelos y mi madre, entendí que con cada muerte de un ser querido, algo nuestro muere, pero nos queda la tranquilidad de saber que hemos amado y cuidado hasta donde nos dieron nuestras fuerzas y posibilidades. Siempre queda la sensación de que hubo algo que faltó, que pudimos haber hecho más. Pero eso también es parte del duelo.
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