Hace una semana quedé privada de la libertad.
En las redes sociales veía fotos de mujeres bellísimas con una taza de café, en camisón, leyendo un libro. Venían además con “recomendaciones” de cómo sobrevivir a la cuarentena conectándose con una misma, describían el aislamiento como una oportunidad para desarrollar otros intereses.
Este bombardeo de imágenes en lugar de transmitirme tranquilidad, se me presentaba como un mandato irrealizable. Dudo que una pandemia universal sea el contexto ideal para disfrutar del tiempo libre. Sin embargo, no teniendo más opción que esperar sola en mi casa, me anoté yo también al desafío. La clave está en evadirse de este mundo absurdo, pensé, que está siendo atacado por un enemigo innombrable, atomizado, un virus. Consumir ARTE me va a salvar.
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El primer día me levanté con el estómago duro y náuseas. Me senté en el inodoro, me transpiraban las manos del dolor por los retorcijones. Finalmente empecé a vomitar todo mi rechazo por esta situación. Entre vómito y vómito, llamé al 147, la línea del Gobierno nacional donde aconsejan llamar en caso de tener Coronavirus. Le relaté a la mujer toda mi situación.
– Señora, ¿tiene obra social? Llame ahí. No tiene los síntomas del virus. ¿Me escucha señora? Hooola!!! Hooola!!!
Yo estaba nuevamente con la cabeza dentro del inodoro, no podía responder. Escuchaba de lejos su voz: SEÑORA, ¿ME ESCUCHA?
Volví a la cama, las arcadas me habían dado taquicardia. Lo que me faltaba, un ataque de pánico justo ahora que la muerte merodea por la calle como nunca.
Me fui quedando dormida, deseando que este episodio no fuera el adelanto de una pésima cuarentena.
A medida que pasaban los días, el departamento se iba reduciendo. Se me dificultaba hacer mi tarea de alemán… ¿Para qué seguir capacitándome si la población mundial está al borde del abismo?
Tampoco podía leer a mis autores preferidos porque son unos sínicos. Su nihilismo normalmente me resulta gracioso, pero en este contexto me angustiaba. Michel Houellebecq se burla del sistema capitalista, del individualismo, de lo que él llama un sistema paralelo al del mercado económico, “el mercado del sexo”. Cerré el libro. Tampoco podía llorar. Sentía en la panza un bicho, un animal que me rascaba y ordenaba: “MOVETE”.
La reconocí enseguida, era mi ansiedad, fiel compañera. Al menos me dejó tres días libres, pero, una vez que se instaló, no me la iba a poder sacar de encima.
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Antes de su llegada, estaba soportando el encierro con cierta dignidad: hice home office, bailé Reggaetón a todo volumen, le saqué fotos a los otros balcones, escribí en mi diario, limpié como nunca mi departamento, vi muchas películas biográficas de artistas. Al cuarto día, cuando se instaló en mi casa la ansiedad, supe que tenía que salir de ahí. Los espacios se redujeron considerablemente, empecé a soñar con un jardín, un paisaje verde.
De pronto me escribió el chico con quien estoy saliendo hace unos meses, que es ingeniero y viaja por trabajo. Como estaban cerrando los rutas, lo mandaban de regreso a su casa. No sé si estábamos listos o no para convivir en aislamiento 10 días, pero no había dudas: la convivencia conmigo misma estaba siendo un calvario. Preferible decepcionarse de otro antes que de una misma.
Llegó justo cuando Alberto Fernández anunciaba la cuarentena TOTAL. Para salvarme de la psicosis total, junté todos los libros que pude, la comida de la heladera, me tapé la cara con un pañuelo y me fui en la bicicleta a su casa. Después de 5 días encerrada sola, el viento en pleno Palermo me pareció más puro que el de la montaña.
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Es aislamiento de a dos.
No nos veíamos hace tres semanas, él estaba arreglando un motor en una localidad al norte de Santa Fe, en la frontera con Chaco. Entré a su departamento con mi bicicleta, las bolsas y mi neurosis.
Nos besamos rápido y fuimos al supermercado. Al rato empezó a llegar mucha gente, se hizo una fila de media cuadra, entre las personas un metro y medio de distancia. Él no me miraba, nos habíamos hablado durante las semanas en que él estuvo lejos sobre cuánto nos extrañábamos, pero en sus ojos no había nada de todo eso. “Es que estoy preocupado por la comida”.
En el supermercado agarramos todo cuanto pudimos, no quedaba más leche, ni queso, ni alcohol en gel, ni papel higiénico. Es curioso lo que las personas se apuran a comprar cuando creen que van a morir.
Volvimos al departamento, nos lavamos las manos. Cuando estornudé me miró -¿en chiste?- con cara acusatoria, los dos teníamos miedo al contagio. El contacto con el otro nunca fue más aterrador. A veces pienso que es más valiente que yo, por su personalidad pragmática y resolutiva, no porque sea más reflexivo. Sabe qué pensamientos hay que evitar y se ausenta. Depositó el temor al Coronavirus en la comida, lo llamó “hambre” y una vez que terminamos de hacer las compras volvió en sí.
Nos acostamos en la cama, otra vez lo tuve adentro mío. Probablemente no sospeche el vacío que llena en mí. Después nos quedamos dormidos.
A la mañana siguiente nos ocupamos de distribuir bien los ambientes, para que cada uno guardara un espacio propio. No espero que él me entretenga, no espero nada de él en realidad, salvo su afecto. Si el amor fuera siempre así, sería perfecto.
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Se habla mucho de los problemas que tenemos los millennials para formar parejas monógamas y restringir nuestra tan preciada libertad individual, el costo de oportunidad nos atormenta, pensar que puede haber una opción superadora a la vuelta de la esquina; a diferencia de nuestros padres, que firmaban con la primer persona que aparecía.
Ahora que el mundo fuera de estas cuatro paredes constituye una amenaza puede que esté lista para enamorarme.
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