Un grupo de jóvenes asesina a golpes a otro a la salida de una discoteca. El país registra 162 femicidios en los primeros seis meses de 2020. Noticias que nos estremecen porque no llegamos a entender cómo son posibles. La agresión ha existido desde principios de la Humanidad.
Aunque se trata de un instinto natural que se liga con procesos de adaptación al entorno y protección a amenazas sobre la seguridad, se transforma en problema cuando se convierte en violencia.
Facundo Manes analiza el fenómeno de la violencia
La agresión y la violencia constituyen problemáticas centrales en la actualidad, lamentablemente plasmadas en hechos entre personas particulares, pero también en colectivos sociales (atentados, guerras), y amplificados por el repiqueteo de la TV y las redes sociales. Por supuesto que son temas abordados por la sociología, la historia, la religión y la filosofía. Ahora bien, me surgen muchos interrogantes:
- ¿Qué pueden aportar las neurociencias?
- ¿Cuáles son las bases cerebrales de estos comportamientos?
- ¿Cuánto influyen los factores ambientales?
- ¿Cuál es la relación con la enfermedad mental?
- ¿De qué manera es posible intervenir para que esto no suceda?
Si bien no existen respuestas definitivas para todas estas preguntas, sí sabemos que las conductas agresivas y violentas no tienen una única causa: responden a un conjunto de factores genéticos, neurobiológicos y ambientales que interactúan de manera compleja. Por lo tanto, para comprenderlas debemos considerar diferentes niveles de análisis. De eso se trata esta nota.
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La agresión es el acto intencional de dañar física o mentalmente a otra persona. A partir de las causas, sus manifestaciones y las bases cerebrales involucradas, los especialistas distinguen:
- La agresión reactiva: conductas impulsivas que nacen como respuesta a una amenaza inminente o a un sentimiento de frustración de las propias metas, y parecen estar asociadas a una falta de autocontrol sobre ciertas respuestas emocionales negativas como la ira o el miedo.
- La agresión instrumental: incluye comportamientos premeditados orientados a un objetivo explícito.
Cuando una amenaza es inminente, la agresión no premeditada puede ser considerada defensiva y, por lo tanto, parte del repertorio normal de la conducta humana. Esta se convierte en patológica cuando las respuestas agresivas son exageradas en relación con la provocación.
Se estima que un 4% de los niños se convierte en “agresivo crónico” y mantiene conductas agresivas frecuentes hasta la adolescencia y adultez
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Origen temprano
La agresión se presenta muy tempranamente en nuestro desarrollo. Tan pronto como logramos tener control motor de nuestros cuerpos, comienzan a aparecer en los seres humanos comportamientos agresivos.
En la infancia alcanzan su pico entre los 3 y 4 años; de allí en adelante comienzan a decrecer. Se estima que un 4% de los niños se convierte en “agresivo crónico” y mantiene conductas agresivas frecuentes hasta la adolescencia y adultez.
Como sabemos, las conductas agresivas no son exclusivas del ser humano. A nivel evolutivo, los instintos agresivos ayudaron a los organismos a adaptarse al entorno. Pudieron haber sido clave para protegerse de amenazas a la integridad física y a la seguridad del grupo de pertenencia.
En otras especies, los actos agresivos y conductas asociadas, como la postura corporal, las expresiones agresivas (mostrar los dientes) y algunas vocalizaciones, ayudan a mantener las jerarquías. Así, los líderes del grupo tienen un acceso privilegiado a los recursos; mientras que los demás se someten a ellos a cambio de protección.
En los humanos, la agresión también se relaciona con la dominancia social. Sin embargo, las personas suelen combinar métodos coercitivos y prosociales para mantener el control de sus recursos.
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Conexiones neuronales
La ciencia ha demostrado que no existe “el gen de la violencia” que nos obliga a ser agresivos con los otros, como tampoco existe “el área de la violencia” en el cerebro.
Sin embargo, conocer cómo funcionan ciertas regiones y circuitos neuronales puede ayudarnos a comprender mejor cómo se desencadena la conducta agresiva (aunque no la explica por completo).
Los circuitos neuronales implicados en la regulación de la agresión están relacionados con las áreas cerebrales involucradas en el control del miedo y el control afectivo. El afecto negativo (que describe una mezcla de emociones y estados de ánimo como la ira, la angustia y la agitación) puede provocar un comportamiento agresivo.
Cuatro regiones cerebrales son particularmente importantes en esto: la corteza prefrontal, el estriado ventral, el hipotálamo y la amígdala. Esta última, la amígdala, tiene un rol clave en la percepción del miedo y en el desencadenamiento de respuestas de lucha o de huida.
La ciencia ha demostrado que no existe “el gen de la violencia” que nos obliga a ser agresivos con los otros, como tampoco existe “el área de la violencia” en el cerebro
Diversos estudios han reportado que las personas agresivas presentan una híper reactividad de la amígdala cuando observan expresiones faciales de enojo o amenaza en otros. Esto los llevaría a que interpreten mayor hostilidad en los demás y a que reaccionen de manera exagerada.
Por su parte, la corteza prefrontal normalmente desempeña un papel crucial restringiendo brotes impulsivos. Un déficit en este circuito aumentaría la vulnerabilidad de una persona a la agresión impulsiva.
Este tipo de estudio neurobiológico, obviamente, no determina por sí solo si una persona será o no agresiva. El entorno ambiental también influye de manera crucial en las conductas de los seres humanos.
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Un caso fue fundamental para el estudio del rol de la corteza prefrontal en la agresión. Es el de Phineas Gage, de 1848. Como explicamos en el libro Usar el cerebro, Gage era un operario de ferrocarril que sufrió un accidente en el que una barra metálica atravesó su corteza orbitofrontal.
A partir de esta lesión, cambió por completo su personalidad y conducta social: dejó de ser un empleado eficiente y equilibrado, y se volvió negligente, irresponsable y desinhibido. En términos generales, se demostró que esta área tiene un rol fundamental en la personalidad, el juicio y la toma de decisiones en situaciones sociales en las que las acciones tienen consecuencias importantes.
Por último, la región del estriado ventral, que participa en la motivación y procesamiento de recompensas, ha sido identificada como importante para la agresión instrumental, porque está basada en metas y premeditación más que en constituir una respuesta a una amenaza inmediata.
En cuanto a los neurotransmisores, se han vinculado ciertos defectos en la distribución normal de la serotonina, un mensajero químico, con la agresión y violencia. Se ha registrado que la serotonina ejercería un control inhibitorio sobre la agresión impulsiva.
Un experimento en el que estudiantes debían desempeñar el rol de guardias o prisioneros en una cárcel ficticia debió ser suspendido por el nivel de violencia desatada.
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¿Enfermedad mental?
Por el impacto que generan ciertas noticias, suelen asociarse las conductas violentas con enfermedades mentales. Si bien hay algunos cuadros patológicos, como la psicosis, que pueden presentar conductas de este tipo, la mayoría de las personas con enfermedades mentales no son violentas. Además, estos trastornos son poco frecuentes, por lo que su incidencia no altera la tasa de agresión en la sociedad.
El jefe del Departamento de Psiquiatría de INECO, Marcelo Cetkovich, en su libro “El estigma de la enfermedad mental y la psiquiatría”, señala que existe mayor probabilidad de que las personas con enfermedades mentales sean víctimas de la agresión a que se conviertan en victimarios.
Retoma así el testimonio que dio el director del Instituto de Salud Mental de los Estados Unidos, Thomas Insel, cuando fue llamado a hablar frente a una comisión de legisladores que se proponía pensar medidas de prevención de la violencia. Insel explicó que, de todos los actos de violencia cometidos en ese país, solo el 6% había involucrado a personas con trastornos mentales. Y especificó que con un tratamiento adecuado se reducen las chances de que una persona con un cuadro psicótico sea violenta.
Se considera que otros factores situacionales, como sufrir agresión en la infancia y el abuso de sustancias, entre otros, son predictores más importantes de la conducta agresiva que la presencia de una enfermedad mental.
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La fuerza del contexto
La psicología social estudió qué poder tiene la situación en la que se encuentra una persona en un momento dado para que se desencadene una conducta violenta.
Un trabajo emblemático sobre esto es el que llevó a cabo el investigador Philip Zimbardo, de la Universidad de Stanford. Convocó a un grupo de jóvenes estudiantes elegidos al azar para tomar el rol de guardias o prisioneros en una cárcel ficticia. Los participantes no habían recibido instrucciones específicas sobre cómo actuar.
Se observó que, a lo largo de seis días, los “guardias” fueron comportándose de manera cada vez más sádica (despertaban a los prisioneros por la noche, los forzaban a hacer ejercicio, los insultaban). Finalmente, el experimento tuvo que interrumpirse tempranamente por el nivel de violencia desatada.
Esta experiencia muestra que las situaciones sociales tienen efectos profundos en la conducta y en la manera de pensar de las personas, especialmente, ante circunstancias nuevas sobre las que no se tienen esquemas previos que los orienten.
Es que los seres humanos somos básicamente seres sociales. Esto implica que nuestra identidad social y cultural está condicionada por nuestra pertenencia a varios grupos (étnicos, religiosos, nacionales, políticos, socioeconómicos, deportivos, etc.).
Un mecanismo perverso para sentir que se recupera el control y satisfacer la necesidad fundamental de seguridad es encontrar un “chivo expiatorio”, representado por otro grupo
Así, los grupos a los que pertenecemos nos proveen un sentimiento de identidad, empoderamiento e inspiración. Somos susceptibles a sus influencias. En concordancia con este rasgo, las personas son capaces de ajustar su conducta para encajar con las normas y expectativas de otros. Esto explica que se generen cambios en la conducta, como los señalados en la experiencia, para ser aceptados por el grupo de pertenencia.
La historia trágicamente nos muestra que los genocidios y otros actos extremadamente violentos suelen ocurrir en el contexto de convulsiones sociales que hacen que los ciudadanos pierdan la sensación de control y seguridad. Entonces, un mecanismo perverso para sentir que se recupera el control y satisfacer la necesidad fundamental de seguridad es encontrar un “chivo expiatorio”, representado por otro grupo.
Adquirir una postura defensiva puede hacer que algunas personas comiencen a creer que todo, incluso la violencia, se justifica. Este proceso se puede combinar con mecanismos de deshumanización, que llevan a considerar a los miembros de otros grupos como “menos humanos”, disminuyendo la empatía por ellos.
Desde las neurociencias y otras disciplinas podemos intentar este complejo desafío de comprender cuáles son los mecanismos que derivan en la violencia. Pero se trata, también, de brindar herramientas para su intervención, es decir, para evitarla o, al menos, morigerarla. Hacer conscientes estos prejuicios que describimos y conocer cómo actúan estos mecanismos es una buena manera de desactivarlos.
Además, es fundamental el funcionamiento de las instituciones para regular esta violencia y, sobre todo, potenciar las relaciones positivas. Porque los seres humanos contamos también con capacidades como la empatía, la solidaridad y la cooperación
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Podemos entender los sentimientos y pensamientos de los demás, podemos sentir el dolor ajeno y actuar en función de eso. También somos capaces de reunirnos en torno a causas prosociales, trabajar en equipo para lograr el bien común. Supimos decir alguna vez “nunca más” y fue nunca más. Ahora digamos “basta” a esta violencia que pervierte las relaciones sociales, que daña a las personas y las sociedades, que nos mata.
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