Se ha intensificado últimamente la campaña para repudiar el maltrato a la mujer, el “femicidio” y otras formas de discriminación por el sexo, realizándose manifestaciones que llenaron calles y plazas. Sólo podemos decir que es bueno que así ocurra. Sin embargo, el entusiasmo no debe hacernos olvidar la reflexión: no podemos comprender los hechos sin conocer sus causas, ni es dable ni serio analizar el presente con olvido de la Historia, que es quien nos permite una mejor comprensión.
Y ese análisis debe necesariamente retrotraernos al origen: fácil es imaginar cómo conseguía su(s) compañera(s) el hombre de la Edad de Piedra: generalmente, con un buen palo u otro(s) golpe(s) aplicados oportunamente. Y durante milenios todo siguió dentro de la misma variante: la mujer fue sistemáticamente, en la mayoría de las culturas, colocada en un papel de sometimiento al género masculino, lo que fue consagrado en las Leyes y en la mayoría de las religiones, y se hizo carne en la cultura social y arraigó en las costumbres. Aún cuando la Revolución Francesa proclamó la igualdad, la referencia siempre estuvo dirigida a los hombres.
Recién fue en los albores del Siglo XX cuando tímidamente se comenzó a hablar de igualdad de la mujer con el otro sexo, y desde mediados de ese Siglo y en lo que va del XXI, los avances fueron cada vez más espectaculares, tal como en el mismo sentido y en casi todo el Occidente se terminó con la discriminación de la homosexualidad y el reconocimiento del derecho a la libre elección de la orientación sexual para cada uno.
Por cierto que aún falta bastante camino por recorrer, como que todavía quedan muchos “dinosaurios” que no entienden la idea del respeto a todo ser humano, con independencia de su origen, nacionalidad, color, género y orientación sexual; también persisten en las leyes y las religiones muchos de los principios arcaicos.
Y lo más grave es que los cambios legislativos y el reconocimiento de aquellos más ilustrados o abiertos, no es correlativo al de la mayoría de la población, criada dentro de otros valores y que, por el tradicionalismo propio del género humano, se resiste a cambiar sus costumbres: las nuevas ideas tardan en prender, en hacerse carne.
El maltrato a la mujer es ancestral, nos remite al origen de las sociedades humanas, reforzada la idea de superioridad masculina por milenios de leyes, educación, y costumbres aferradas a ese paternalismo y a esa minusvaloración del género. Por eso cuesta tanto erradicarlo
Hace unos días se publicó en la contratapa del diario “Rio Negro” de General Roca, una breve nota firmada por la Sra. Inés Bou Abdo, que más o menos expresaba que mientras las familias siguieran criando a sus hijas en la idea de que eran “princesitas esperando la llegada del “príncipe azul” y a los hijos como “machos que andan buscando donde meterla”, el problema seguiría. Y nada más acertado que esto.
La solución debe nacer del hogar, de la formación que cada padre y madre den a sus hijos, a quienes deben inculcar el respeto absoluto en el prójimo solo por el hecho de ser prójimo, único medio de lograr, con el tiempo, cambiar las costumbres y la formación ancestral, arcaica. También la Escuela debe hacer lo suyo indudablemente.
Aquellos que hemos tenido la suerte y privilegio de criarnos en hogares donde no existía ni siquiera sombra de maltrato o discriminación, y en donde eran impensables las faltas de respeto de tal entidad, hemos estado en condiciones de saber transmitir a nuestros hijos los principios que nos enseñaron, de tal modo que no sean tampoco capaces de incurrir en las faltas que aún dañan a la humanidad.
Tal como se ha dicho, la minusvaloración, el sometimiento y el maltrato son costumbres ancestrales, primitivas, y se encuentran lamentablemente en la base común de nuestro bagaje cultural; erradicarlos costará mucho, quizá siglos. Bienvenidas las leyes y la prédica pública de la conducta que consideramos correcta; bienvenidas también las manifestaciones como las recientes. Pero se trata, fundamentalmente, de un problema de educación: sólo la enseñanza en el hogar de la igualdad y el respeto, y la persistente labor de la Escuela irán obteniendo con el tiempo los resultados esperados.
Por: Félix E. Sosa, abogado. Publicado en Confluencia Digital.com (Facebook)