Hemos escuchado a lo largo de tanto tiempo que lo que se requiere para la Argentina, al fin y al cabo, es un “verdadero proyecto de país”. Parece lógico, hasta obvio para cualquier comunidad. El problema es que muchas veces sólo se lo concibe como la mera suma de proyectos particulares entramados a partir de la promoción individual de incentivos o castigos.
Lo que no se tiene en cuenta es que la mayor eficacia para conseguir logros comunes reside, más bien, en los propósitos colectivos.
La psicología social entiende que las motivaciones son fundamentales para dar forma a la conducta en entornos grupales e institucionales. Las personas nos movemos por metas y objetivos que van más allá de buscar ganancias y evitar pérdidas materiales.
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En los grupos humanos se dan diversos mecanismos sociales que proveen metas o razones por las que las personas tomamos decisiones. Algunos tienen que ver con actitudes (predisposiciones internas que nos mueven a involucrarnos en acciones que valoramos como favorables y nos despiertan sentimientos positivos), valores sociales (sentimiento de obligación y responsabilidad hacia los demás), identidad (deseo de mantener un sentido positivo de uno mismo) o la “justicia procedural” (vinculada al trato a los demás).
La motivación común es clave para moldear las interacciones en entornos grupales y cambiarlas de hostiles a cooperativas.
El equilibrio entre cooperar o competir es muy frágil. Una sociedad que vive privilegiando sus intereses particulares en desmedro de los ajenos no deja lugar para el trabajo en conjunto. Y los humanos no podemos vivir aislados.
Nuestra supervivencia está atada a saber cooperar, trabajar en conjunto, confiar en los demás.
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Claro que las motivaciones sociales se relacionan con las instrumentales, pero son muy diferentes en el sentido y en los resultados. Mientras que éstas últimas se asocian con ganancias y pérdidas materiales, las sociales se vinculan con aspectos intangibles. Asimismo, ejercen una influencia distinta sobre la conducta de cooperación, ya que tienden a ser más consistentes en distintas situaciones y persistentes en el tiempo.
Debemos comprender que los incentivos y sanciones suelen tener un impacto débil en la conducta. No siempre son efectivos en motivarla, especialmente cuando se requieren soluciones creativas e innovadoras. Incluso necesitan un continuo gasto de recursos que podrían invertirse en otros fines. Además, son poco efectivas cuando más se las necesitan (justamente, en períodos de crisis como el que estamos viviendo). En cambio, las motivaciones sociales son menos costosas y más poderosas.
La manera de actuar de cada uno puede (o no) ser beneficiosa para el bien común. Por eso, además de la buena voluntad de cada uno, son necesarias instituciones que busquen conciliar el interés individual y los intereses colectivos
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En este sentido, Jean Tirole, Premio Nobel de Economía y autor de La economía del bien común, sostiene que el mercado debe incorporar las cuestiones morales, e incita a pensar acerca del bien común como aquella aspiración social colectiva, aquellas metas que nos unen como sociedad y que más allá de cualquier interés egoísta individual, ideología política o religión no podrían ser puestos en discusión desde un punto de vista general.
Según Tirole, la economía -así como otras ciencias- debe aportar a mejorar las condiciones de vida y las oportunidades para todos, englobando las dimensiones tanto individual como colectiva en sus análisis.
El Papa Francisco, asimismo, convoca a todas las sociedades a terminar con lo que llama la “economía de la exclusión y la inequidad”, un sistema injusto que ve a las personas como un bien de consumo más, desechable, sustituible.
¿Cómo podemos naturalizar que haya niños que no tengan para el desayuno de cada mañana, que haya personas en nuestras ciudades que pasen frío en la intemperie de la noche porque no tienen casa donde abrigarse, que nuestros ancianos no tengan la medicación imprescindible para tratarse?
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Una comunidad se construye sobre la base de la cooperación y la empatía. Por eso debemos comprender lo que le pasa al que sufre, pero también debe dolernos como si nos pasara a nosotros mismos. Y actuar en consecuencia.
Las motivaciones sociales tienen fundamentales implicancias para las políticas públicas. Cuando el diseño de las organizaciones e instituciones no es consistente con los verdaderos propósitos de sus miembros, lo más probable es que tengan dificultades para lograr sus objetivos. Aunque resulta evidente, siempre es bueno recordar que la conducta de las personas determina la viabilidad y el funcionamiento de los grupos que conforman.
Un enfoque que considera ésto nos aleja de la idea de una autoridad escindida del colectivo y nos acerca a entendernos y responsabilizarnos como personas que actuamos organizadamente en respuesta a nuestras propias necesidades y preocupaciones.
Muchas veces se desconsideran estas estrategias porque se trata de caminos largos, que se andan de a poco y a partir de consensos de los que no piensan del todo igual, donde no hay iluminados que dicen “es así” y es así.
Para construir organizaciones basadas en motivaciones colectivas, alineadas con los sentidos de quienes las conforman, se necesita una estrategia común a largo plazo. Pero si se logra, no hay planes trasnochados ni turbulencias en el camino que detengan su paso.
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