Jonathan Castellari tiene 25 años. Vive en paternal, juega al rugby y es homosexual. La discriminación lo persiguió toda su vida pero nunca pensó que iba a enfrentarse a la violencia. Ocho personas lo agarraron en un restaurante de comida rápida y al grito de “te vamos a matar por puto” lo golpearon hasta dejarlo casi inconsciente.
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Pero el orgullo es más fuerte y Jonathan quiso contar lo que le pasó. Aprovechó la visibilidad del caso para poner en palabras la discriminación que millones de personas sufren día a día sin dejarse amedrentar por los soldados del odio.
La carta completa
“Soy Jonathan Castellari, tengo 25 años y me crié en La Paternal. Siempre supe que era homosexual, sin embargo, traté de amoldarme a lo que la sociedad esperaba que fuera. A los 16 años, decidí contárselo a mi vieja pero me fui de casa escuchando su voz. Me decía: “Preferiría haberte abortado”.
Nací en una familia “tradicional” y en mi casa siempre se vivió el machismo: el sobrino que tenía que ir a debutar, la mujer que tenía que levantar la mesa mientras el hombre miraba el partido. Ni hablar si en la televisión aparecía una pareja de varones chapando: “Cambiá esta mi3rda”, “poné otra cosa”, “sacá a estos put*s”.
La adolescencia fue dura. En el colegio, el hecho de que no me gustara jugar a la pelota me convertía en un ser extraño: put*, maric*n, gay. Soportar el peso de la mirada de los otros fue siempre lo más duro: esa mirada que te hace pensar que lo que sentís está mal porque va en contra de lo que el resto considera sano. Mi viejo fue el único que me dijo: “No me importa lo que hagas entre cuatro paredes, siempre te voy a amar”. Pero mi viejo falleció cuando terminé la secundaria. Recordar sus palabras es lo que me reconforta cada vez que me siento discriminado.
Mi viejo fue el único que me dijo: “No me importa lo que hagas entre cuatro paredes, siempre te voy a amar”.
El año pasado, conocí a Gustavo, mi novio, paraguayo del campo, rugbier de un equipo “tradicional”, lleno de prejuicios. Un día, hablando por chat, me mostró una foto de una conversación con sus amigos. Estaban burlándose de uno que había puesto “me gusta” en la página de Ciervos Pampas, mi actual club de rugby. Claro, Ciervos Pampas es el “equipo de rugby gay”. En su lógica, ese “me gusta” te convierte en put*.
Cuando le pregunté si participaría de un equipo como el nuestro, me dijo que no. Que sentía que “nos discriminábamos solos porque podíamos, tranquilamente, jugar en un equipo de rugby normal”. Lo que no se daba cuenta es que él, jugando en un equipo de rugby tradicional, no podía decir abiertamente que era homosexual. Yo, en cambio, había decidido sumarme a un equipo de diversidad sexual, sin prejuicios, para tratar de cambiar la mentalidad de los que piensan que ser varón es verse bien hombre, bien masculino, ser bien macho, cagarse a piñas, cogerse a todas. Salimos a la cancha con las medias del arcoiris del orgullo y, entre todos, luchamos contra la homofobia, la discriminación y la violencia.
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Pero la semana pasada, volví a encontrarme con la homofobia cara a cara. Esa madrugada, con Sebastián, mi amigo, salimos de un boliche y fuimos a desayunar al McDonalds. Estábamos esperando el pedido cuando entró un grupo de ocho pibes. Primero empezaron a insultarme, después comenzó la pesadilla. Me vi en el piso, bañado en sangre, completamente indefenso. Me pegaban piñas y patadas, mientras me decían “comé por put*”, “tomá, put* de mierda”. Hay un grito que nunca voy a olvidar: “Hay que matarlo por put*”.
Pensé que me desmayaba en el instante en que intenté levantarme del piso y sentí que me ahogaba tragando mi propia sangre. Pensé que me mataban. Pensé que no iba a poder contar lo que pasó. En el local, no había personal de seguridad. No me ayudó nadie, salvo una enfermera que estaba ahí de casualidad. Fue la única persona que tuvo un acto de humanidad.
Si te preguntás cómo podés ayudar a cambiar esta locura, educá, difundí, hablalo en tu casa, hablá con tus amigos, con tus hijos. No te calles, no seas cómplice.
Me salvé. Hoy puedo contarlo. Pero hay algo que no dejo de preguntarme. ¿Qué habrán sentido otros adolescentes que todavía no pueden contar que son gays cuando vieron por televisión lo que me hicieron? ¿Habrán sentido que si “se les nota lo gay” los van a cagar a trompadas? ¿Que si eso pasa nadie se va a meter? Si te preguntás cómo podés ayudar a cambiar esta locura, educá, difundí, hablalo en tu casa, hablá con tus amigos, con tus hijos. No te calles, no seas cómplice. La homosexualidad no es una enfermedad y la homofobia es una forma de odio que se inculca mediante la discriminación. Ser gay es algo innato en nuestras vidas: queremos vivir sin tener miedo de salir a la calle”.
Está en nosotros educar a nuestros hijos en la tolerancia, en hablar con nuestros amigos y defender a aquellos que son discriminados. No nos callemos, no seamos cómplices.