Los escándalos vinculados con las causas de corrupción se suceden, se superponen, transcurren a una velocidad tal que no llegamos a comprenderlos porque siempre hay uno nuevo que hace olvidar los anteriores.
Los relatos interesados, las “operaciones” de prensa, la visión de cada hecho según la conveniencia –o la mirada sesgada- de quien opina, son parte esencial de la ya célebre post verdad, ese estado de cosas donde lo realmente ocurrido no importa, donde sólo se reafirma la grieta, la descalificación del “otro” en beneficio propio.
Por ello es necesario dejarlos de lado para intentar retomar un análisis más profundo de una cuestión delicada que, hace tiempo, afecta nuestra viabilidad como país.
Se puede afirmar que la Argentina afronta un grave problema de corrupción sistémica, que afectó de diversos modos sus instituciones y se organizó sobre todo en torno a la gestión del Estado, sus compras y contrataciones
Desde hace muchos años, funcionarios y empresarios vinculados con el Estado se asociaron para apropiarse de enormes sumas de dinero público causando así enormes perjuicios a la sociedad. Algunas veces más directos, grotescos y visibles –como la tragedia de Once, por citar un caso emblemático- pero siempre privándonos de los recursos robados, que debían destinarse a cumplir las obligaciones estatales en materias esenciales como salud, educación, seguridad o infraestructura.
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Las pérdidas, que diversos estudios cuantifican -en el período actualmente investigado- en el orden de los 30.000 millones de dólares, no son sólo materiales sino también morales en tanto destrozan la cultura del trabajo y el esfuerzo común sobre la cual se han edificado todos los modelos socio-económicos exitosos que se conocen, con un perjuicio mayor, claro está, para los sectores más desprotegidos.
Esas conductas corruptas se incrementaron en cantidad y calidad hasta alcanzar altos niveles de organización delictiva reflejados en los casos que hoy juzgan los Tribunales. Desde las más altas esferas de poder político, se pergeñó un sistema de recaudación que incluyó toda la obra pública, los servicios públicos –por vía de apropiación de parte de los subsidios que se abonaban a las empresas prestatarias- y las compras del Estado.
Ese sistema contó con la imprescindible participación de buena parte de los empresarios contratistas del Estado, sin los cuales la corrupción no sería posible, al menos en una escala significativa.
Lo dicho en los párrafos anteriores no parece hoy materia opinable. Se trata de hechos admitidos por decenas de personas, entre ellos ex funcionarios de alto rango y empresarios poderosos que declararon acogiéndose a una figura legal que les puede permitir reducir las penas que les corresponden por los delitos cometidos. Sus testimonios están respaldados por una amplia variedad de pruebas complementarias registradas en expedientes judiciales.
Es importante resaltar que los colaboradores eficaces o “arrepentidos” asumen su participación criminal en los delitos que confiesan, quedan obligados a aportar pruebas de sus dichos, no se liberan de ser condenados y pueden –si mienten- incurrir por ello en un nuevo delito
En otras palabras, sería absurdo pensar que por el solo hecho de estar un breve tiempo en prisión –por desagradable que eso sea- una persona que no cometió crimen alguno y tiene recursos para pagar una buena defensa confiese ser un delincuente sabiendo, para peor, que recibirá inevitablemente una condena por ello.
Más de treinta son los ex funcionarios o empresarios que han seguido ese camino sólo en la causa de los Cuadernos. Entre ellos, por sólo citar dos de clara significación, ex presidentes de la Cámara Argentina de la Construcción explicaron cómo, a pedido directo del Poder Ejecutivo, organizaban la cartelización de la obra pública –es decir, la adjudicación de cada obra a la empresa elegida- a cambio del pago sistemático de sobornos perfectamente cuantificados y por cuyo pago todos respondían. Las coimas, al cabo, las pagamos todos ya para eso se fijaron sobreprecios que debió afrontar el Estado. Esos dineros robados se sacaban luego de las empresas mediante facturas “truchas” y otros mecanismos ilegales que constituyen nuevos delitos, pendientes de ser juzgados.
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Este hilo central que ha permitido identificar un verdadero sistema corrupto, de alcances nunca vistos en nuestro país, no se ve en absoluto afectado por los últimos episodios escandalosos que han logrado instalarse –por unos días y hasta ser desplazados por otros- en las portadas de los medios. Los -muchas veces fundados- cuestionamientos a la Justicia, en especial a la Federal en lo Penal, sus graves falencias e insuficiencias nada tienen que ver con los delitos comprobados y su juzgamiento.
Desde ya toda denuncia con mínima verosimilitud y prueba debe investigarse, con independencia de quien sea el imputado, pero la intención de descalificar el conjunto de las investigaciones de corrupción no resiste el menor análisis lógico
En cambio sí cabe, por ejemplo, preguntarse por el contraste entre nuestra Justicia y la de Brasil. Indagar porqué en el Lava Jato –además de cientos de condenas penales confirmadas- se ha logrado avanzar hacia la recuperación de más de 3.000 millones de dólares robados en los actos corruptos investigados, mayoritariamente mediante acuerdos celebrados con los arrepentidos para que los devuelvan e indemnicen los daños causados, mientras que aquí poco y nada se ha hecho para seguir la ruta del dinero y ejercer el derecho a recuperar lo robado. Es urgente al respecto aplicar la extinción de dominio sancionada mediante decreto de necesidad y urgencia que el Congreso debe ahora considerar, asumiendo la responsabilidad que le cabe por los años de demora en sancionarla por ley.
También cabe plantearse porqué en casi todos los países donde Odebrecht desarrolló su actividad en base a la corrupción existen ya condenas que involucran incluso a ex presidentes mientras que en la Argentina no hay una sola de esas causas –las vinculadas con negocios de Odebrecht- que haya tenido avances mínimamente significativos y ni siquiera podemos contar con las pruebas contundentes obtenidas por la justicia brasileña.
Debemos igualmente reclamar que el Consejo de la Magistratura investigue y juzgue la conducta de jueces acusados de proteger a algunos de los corruptos más notorios. En tal sentido peticiones como la planteada para que se juzgue y destituya al Juez Federal Luis Rodríguez en Change.org se acerca a las 50.000 firmas marcan el reclamo de la sociedad de lograr una Justicia comprometida y eficiente.
En suma, los escándalos no deben ocultar una realidad dolorosa y grave que necesitamos revertir con urgencia. Por encima de cualquier otra diferencia es preciso asumir que la corrupción, como tantas veces lo dijimos, no tiene signo político ni ideológico y que, ante los corruptos, todos los que no lo somos estamos del mismo lado, el de las víctimas.
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