Hace 16 años, la Asamblea General de las Naciones Unidas declaró el 9 de noviembre Día Internacional de lucha contra la Corrupción. La comunidad internacional convocó entonces a luchar contra uno de los grandes males que afronta: el robo de dineros públicos por la asociación mafiosa de sectores del poder político y del poder económico.
Se trata de un fenómeno naturalmente asociado al ejercicio del poder y que se ha registrado a lo largo de la historia pero cuya dimensión actual es, por desgracia, muy significativa.
Según los organismos internacionales especializados, cada año se paga más de un billón de dólares en sobornos y el costo anual de la corrupción supera los 2,6 billones de dólares, más del 5% del PBI global
Es por demás sabido que ese dinero se roba de las arcas de los Estados y que las consecuencias de tales delitos dañan a todos los ciudadanos pero, sobre todo, a los que más necesitan. Las inmensas sumas apropiadas por los corruptos privan a miles de millones de personas, en todo el planeta, del acceso a derechos esenciales consagrados en los Tratados Internacionales, las constituciones y las leyes de sus países.
En muchos casos la corrupción mata en forma directa, como bien lo demuestra, entre tantos otros hechos, la tragedia de Once en nuestro país
La lucha contra ese flagelo es por demás compleja en los países menos desarrollados, sobre todo cuando se enfrenta a un verdadero sistema que lo organiza y protege de forma sofisticada.
Se configura así lo que Transparencia Internacional denomina “Gran Corrupción”, un esquema donde se integran parte de la dirigencia política y del poder económico, provistos de asesoramiento profesional de altísimo nivel y una estructura legal –habitualmente armada en torno a paraísos fiscales- que garantiza el constante y prolijo lavado del dinero robado a la sociedad.
Podría intuirse que el problema es la falta de normas para combatir a la corrupción pero no es así, en absoluto. Aunque muchas de ellas sean antiguas o muy mejorables, las normas existen: el principal inconveniente es que no se aplican
Un interesante trabajo presentado este año por el abogado argentino Marcelo De Jesús ante el Policy Forum del Banco Mundial explica que, entre 1996 y 2018, 17 países de Latinoamérica ratificaron entre tres y cuatro convenciones anticorrupción, incorporándolas así como norma interna.
Sin embargo esos avances formales no tuvieron prácticamente efecto ya que, 22 años después, la situación en la materia es muy similar a la existente antes de que los países se adhirieran a esas normas. Los que registraban bajos niveles de corrupción –como Chile o Uruguay- seguían manteniéndolos mientras los que tenían serios problemas no habían logrado reducirlos y, en algunos casos –como Argentina o México- se habían incrementado.
El obstáculo principal radica en la implementación, en la falta de controles adecuados en tiempo real sobre las contrataciones públicas, en la idea instalada de que quien está circunstancialmente en el poder actúa como si fuera el dueño y no el mandatario responsable de rendir cuentas a quienes lo eligieron y cuyos dineros le encargaron manejar por un tiempo determinado.
Otro aspecto crucial es la falta casi absoluta de reclamos por la responsabilidad económica de los corruptos; en otras palabras, la plata robada no se recupera
Los juicios por corrupción son de una lentitud increíble -14 años promedio de duración en la Argentina- y el porcentaje de casos esclarecidos y condenados es bajísimo. Pero además, las acciones para recuperar activos robados por la corrupción brillan por su ausencia.
Un ejemplo reciente, el Lava Jato en Brasil, donde se recuperaron más de 3.000 millones de dólares, contrasta con el muy pobre resultado de los casos sustanciados en nuestro país.
La cuestión, ciertamente, no es menor. Si se lograra instalar la idea de que los corruptos corren el riesgo de devolver lo robado y responder con su patrimonio por los daños causados al Estado, habríamos dado un gran paso hacia la erradicación de la corrupción.
Reiteradamente señalamos desde esta columna que la corrupción no tiene signo ideológico; no es “de izquierda” ni “de derecha”. A pesar de ello la defensa de corruptos en razón de su supuesta ideología se ha acentuado en los últimos años y la invocación del llamado “lawfare” es una clara muestra de ello.
La defensa de corruptos en razón de su supuesta ideología se ha acentuado en los últimos años y la invocación del llamado “lawfare” es una clara muestra de ello
Lawfare es una expresión que no figura en el diccionario de habla inglesa cuyo significado en español sería el de “guerra jurídica”. El uso de herramientas del derecho para perseguir al oponente político tiene numerosos antecedentes en la historia humana pero ahora se la menciona como si, por sí sola, fuera suficiente para descalificar no sólo graves acusaciones de corrupción contra ex funcionarios o empresarios sino incluso condenas judiciales dictadas en procesos cuya legalidad no se cuestiona.
De hecho el novedoso término ha sido invocado en casos notoriamente diferentes y desde posturas partidarias opuestas.
Así puede mencionarse que recurrió al lawfare el ejército de los Estados Unidos para justificar la incomparencia de altos oficiales acusados de crímenes de guerra ante la Corte Penal Internacional. Lo hizo también recientemente el Primer Ministro israelí Benjamín Netanyahu para cuestionar las acusaciones en su contra del Tribunal Supremo de ese país por corrupción a las que calificó de “golpe de estado”.
Es por demás conocida la mención a lawfare para rechazar –sin análisis alguno del contenido de las causas ni justificación de las conductas corruptas- los procesos por corrupción seguidos en la Argentina contra altos funcionarios de los gobiernos de entre 2003 y 2015 y destacados empresarios. Curiosamente acaba de recurrir a la misma expresión una funcionaria del gobierno que concluye su mandato ante su procesamiento por delitos en el ejercicio de su cargo, nada menos que al frente de la Oficina Anticorrupción.
En síntesis, en el Día Internacional de lucha contra la corrupción hay que destacar la necesidad urgente de hacer de esa lucha una verdadera política de estado
Para poder enfrentar y derrotar a la corrupción sistémica es indispensable convertirla en una cuestión al margen de la política partidaria y de las grietas, reclamar que los corruptos sean juzgados y devuelvan lo robado sin importar su origen ni el sector al que pertenezcan.
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