En mi cabeza resonaban aún las palabras de Nélida Montoya, mamá de Horacio Echave, muerto en la batalla final, quien desde la pantalla gigante lloraba y dejaba su testimonio de soledad y olvido: “Y caminé entre las cruces blancas y no lo encontré. Una y otra vez busqué su nombre en esas placas grises. Grité en la terrible soledad de Darwin: ‘Hijo mío, ¿dónde estás?’. Esperaba una señal, pero no hubo respuesta. Entonces, besé todas las cruces sin nombre, y elegí una tumba cualquiera para dejar mis flores. ¿Sabés la tristeza que se siente cuando buscás a tu hijo y no lo encontrás?”.
El soldado Horacio Echave, caído en la batalla final el 14 de junio de 1982: tenía 19 años, era de Lobos, su cuerpo nunca fue identificado
Julio Aro, veterano del Regimiento 6 de Mercedes, señaló el mapa con 230 cruces. Me dijo: “Hay 121 tumbas que dicen ‘Soldado Argentino Solo Conocido por Dios’. Fui a las islas y no encontré a mis compañeros de trinchera que yo mismo enterré después de la batalla. Muchas madres, como Nélida, necesitan saber dónde están sus hijos, ¿nos ayudás a buscarlos?”.
Así comenzó la causa por la identidad de nuestros héroes de Malvinas que el martes cerrará su primer capítulo cuando, en el Archivo General de la Memoria, el Gobierno comience a informar a 107 familias la identidad de 88 caídos en el Atlántico Sur. Soldados que fueron identificados luego de un minucioso trabajo que incluyó un acuerdo entre Argentina y el Reino Unido, la intervención de la Cruz Roja Internacional, la labor de forenses de 12 países, y la certificación de tres laboratorios en Argentina, Gran Bretaña y España.
“¿Me ayudás a ayudar a estas mamás?”, repitió Aro esa noche fría de 2010. Y me contó que al volver de Malvinas, en ese viaje en el que intentaba “cerrar mi historia”, tuvo una sola certeza: “Si a mí me hubiese tocado quedar en las islas, yo no tendría una tumba con mi nombre. Mi chapita identificatoria no estaba grabada y había escrito mi nombre en un papelito que pegué con cinta scotch. A los pocos días, obviamente, se había borrado”.
El veterano reveló que su madre, cuando supo de las tumbas anónimas, le dijo sin titubear: “Yo te hubiese buscado hasta el fin de mis días”. Y en ese instante comprendió que no iba a descansar hasta poder ayudar a las familias que buscaban a sus hijos, hermanos o padres caídos en la guerra del Atlántico Sur.
La necesidad de encontrar esa respuesta se le hizo carne. En 2008, Julio Aro creó la Fundación No me Olvides en Mar del Plata, y viajó -junto a José Raschia y José Luis Capurro, ex combatientes- a Londres para reunirse con veteranos ingleses de gran experiencia en la post guerra.
El destino quiso que se cruzara con el coronel Geoffrey Cardozo, que oficiaba de traductor ya que hablaba perfecto español. En largas charlas sobre la guerra, Aro le contó sobre esas tumbas que lo desvelaban. El día en que partían, Cardozo se acercó con un sobre de papel madera, se los entregó y les dijo: “Ustedes van a saber qué hacer con esto”.
Los veteranos, sorprendidos, encontraron documentos, planos, fotos, listas de soldados. ¿Qué eran esos papeles? En 1982 el Reino Unido le había encomendado a Cardozo la difícil tarea de recoger los cuerpos de los campos de batalla y darles honorífica sepultura en el cementerio. Y ahora él les entregaba cada dato que había anotado y la forma en que los soldados habían sido enterrados, para que ellos pudieran comenzar la búsqueda.
“Vamos acompañar a las madres”, le dije a Julio Aro aquella noche en el garage. Como joven periodista me había tocado cubrir los 74 días de la guerra en el sur, y Malvinas me había cambiado la vida. Por los que fueron y no volvieron, por los que fueron y los trajeron escondidos al continente, por las lágrimas de las familias de los caídos, por los hijos que quedaron sin padres, por las madres que entregaron lo que más amaban a la Patria, por la Argentina que dejó la sangre de sus hijos en la turba húmeda y helada. Por todo eso ya nadie, en aquel lejano 1982, volvió a ser el mismo después de la guerra.
Para comenzar esta tarea había que armar un equipo de trabajo. La primera reunión fue con Luis Fondebrider, presidente del Equipo Argentino de Antropología Forense. Solo ellos, con su enorme experiencia y prestigio, podían decir si las familias al final obtendrían la respuesta que tanto esperaban. ¿Se podía hacer el trabajo forense después de tantos años? ¿Estarían conservados los cuerpos como para poder tomar una muestra y cotejarla con el ADN? “Se puede”, respondió Fondebrider. Y los antropólogos del EAAF, con Carlos “Maco” Somigliana a la cabeza, apoyaron la causa sin pausa y sin descanso.
El siguiente contacto fue con Sandra Lefcovich de la Cruz Roja Internacional. Desde Brasil y desde Ginebra nos asesoraron en los pasos a seguir. La CICR debía ser el árbitro entre dos países en conflicto.
Días después llamé al coronel Cardozo a Londres. Y relató en detalle sus conmovedoras vivencias en las islas: “Desde 1983 siento una angustia en la boca del estómago por no haber podido conocer el nombre de esos chicos, y la frustración que me produjo haberme enterado que los padres desconocían con qué cuidado habíamos tratado a sus hijos para darles una decente sepultura”.
“Cuando vi los primeros cuerpos quedé en shock. No podía creer que no tuvieran la chapa identificatoria. Un soldado profesional nunca puede salir sin su identificación colgada al cuello… Encontré que algunos jóvenes habían pegado un papelito y escrito en tinta sus nombres, pero estaban borroneados por la lluvia y el clima”.
“Revisé cada cuerpo con mucho cuidado, los bolsillos, las chaquetas, todo. Buscaba algo que me permitiera identificarlo con certeza: había cartas ‘a un soldado argentino’, rosarios, estampitas, golosinas, fósforos, alguna carta personal borroneada que no me permitía determinar si era propia o la había guardado para entregarla a un compañero, pero nada que me dejara certificar quién era”, siguió Cardozo.
“Cuidé y respeté cada cuerpo. Los envolví primero en una sábana, como a Cristo, los metí en una bolsa de plástico negra, y luego en una bolsa blanca de PVC, donde anoté con tinta indeleble todos los detalles. Por último, cada soldado fue depositado con respeto en un ataúd de madera. Y sobre el ataúd, volví a anotar todos los datos. Buscaba que esos cuerpos pudieran preservarse para una futura identificación”, reveló acerca de la forma en que habían sido enterrados. Este cuidado permitió que 35 años después 88 soldados hayan podido ser identificados.
Con el apoyo del EAAF, la CICR y Cardozo, el camino parecía allanado. Sin embargo, llevar adelante esta causa humanitaria no fue fácil. Durante años muchas puertas se cerraron y otras ni siquiera se abrieron. Funcionarios, importantes figuras de los derechos humanos, periodistas, políticos, legisladores, celebridades, escucharon impávidos el ruego de las familias y se limitaron a un “manden un mail con lo que quieren hacer” o “no nos podemos meter con un tema que es político”.
En 2011, un encumbrado funcionario con despacho en la Casa Rosada, a solo pasos del de Cristina Fernández de Kirchner, preguntó sorprendido: “¿Y vos por qué querés la identificación, acaso tenés un muerto en Malvinas?”. Le respondí. “Yo tengo 649 muertos, ¿usted no?”. Otro representante del gobierno kirchnerista se animó a un despropósito aún mayor: “Para que yo le lleve esto a la Presidente me tenés que decir cuánto va a costar; acá hay que hablar de plata”.
En diciembre de ese año, ya sin tener una puerta donde golpear, pensamos en que la única posibilidad era llegar a una figura internacional: “Hay que darle voz a estas madres”. Y surgió una idea que cambió el curso de esta historia: en marzo de 2012 Roger Waters, líder de Pink Floyd, llegaba al país con diez shows vendidos en el Monumental. Y otra vez el destino jugó su carta: un amigo me dio el correo del gran músico inglés.
Pocos días antes de la Navidad, envié un breve mail. El asunto: “Carta desde Argentina”. El pedido: “Hay 121 soldados no identificados. Como luchador por los derechos humanos y movimientos antibélicos le pedimos que ayude a estas madres de Malvinas que desde hace más de 30 años no tienen dónde dejar una oración o una flor”.
Dos días después, llegó la respuesta: “¿Por qué no fueron identificados estos soldados? ¿Cuál es es procedimiento? ¿Cuál es el impedimento? En la primera semana de enero estará de regreso en Nueva York, y estaré ansioso esperando tu respuesta”. Al final puso una posdata: “No sé cómo conseguiste mi mail personal, pero por favor no lo compartas”.
En la primera semana de enero, Roger Waters comenzó a trabajar por los soldados argentinos muertos en Malvinas. Su compromiso fue absoluto. Reuniones con embajadores británicos en cada país que visitó con su gira mundial, contactos con la Cruz Roja Internacional, cartas a legisladores, y un ofrecimiento: “Tengo una reunión con tu presidenta, decime qué necesitás que le pida”.
El 6 de marzo de 2012, el autor de The Wall se reunió con Cristina Kirchner. Y allí le pidió por los soldados argentinos no identificados. Le entregó, además, una tarjeta en la que yo le había enviado agradeciéndole su compromiso con las madres de Malvinas. Pero el inglés y la mala traducción no ayudaron mucho. Y la confusión fue tal que Estela de Carlotto, al salir de la reunión, declaró: “Waters le pidió a la presidenta por unos soldados ingleses enterrados en Malvinas”.
Días más tarde sonó mi teléfono. Era Oscar Parrilli, secretario general de la presidencia en ese entonces. “Roger Waters le dejó una tarjeta suya a la Presidente por un tema de Malvinas. ¿Puede venir el 13 de marzo para explicarnos de qué se trata?”. La reunión duró dos horas, también estuvo presente Julio Alak, ministro de Justicia, y Parrilli dijo: “Si el 26 de marzo ustedes traen 10 cartas de familiares que certifiquen que desean la identificación de sus hijos, la Presidente puede considerar la causa”.
Para traer las cartas firmadas, había que buscar a las familias. Julio Aro viajó a Corrientes y yo volé al Chaco. Visitamos en pequeños pueblos y parajes perdidos, sin direcciones y sin datos -con la ayuda de David Zambrino, veterano chaqueño-, 27 familias de caídos en un fin de semana.
El 2 de abril, cuando se cumplían 30 años de la guerra, Cristina Fernández anunció en Ushuaia: “Quiero decirles que el día viernes, en mi carácter de Presidenta de la República, he dirigido una carta al titular de la Cruz Roja Internacional para que tome las medidas pertinentes e interceda ante el Reino Unido para poder identificar a los hombres argentinos y aun ingleses que no han podido ser identificados, porque cada uno merece tener su nombre en una lápida…, cada madre tiene el derecho inalienable, como Antígona, de Sófocles, viene desde el fondo de la humanidad, del fondo de la historia de enterrar a sus muertos, ponerle una placa y llorar frente a esa placa”.
Hubo emoción, llamados de teléfonos, y la primera cita formal en el ministerio de Justicia. A la causa se sumaron, ofreciendo su voz y su apoyo Cristina Pérez, Santo Biasatti y Juan Carr. Era necesario sumar voluntades, que la gente supiera del ruego de estas madres. Mientras, Roger Waters hizo un nuevo y sorprendente intento. Escribió una emocionante carta a Sharon Halford, miembro de la Asamblea Legislativa de las Malvinas y de gran influencia en la política isleña. La carta, que nunca antes fue publicada, decía así:
“Estimada Señora Presidenta:
A modo de preámbulo, y para presentarme, mi nombre es Roger Waters (ex Pink Floyd) y he estado de gira por The Wall Show en todo el mundo durante los últimos dos años. Recientemente realicé nueve shows en el Estadio River Plate en Buenos Aires, Argentina. Me contactó allí una periodista argentina, Gaby Cociffi, que representa a un grupo de mujeres que se hacen llamar “Madres de Malvinas”. Estas mujeres son las madres de los 121 conscriptos argentinos no identificados enterrados en tumbas sin nombre en el cementerio de Darwin en East Falkland. Me conmovió mucho su difícil situación, que implica una doble pérdida. No solo perdieron a sus hijos en la guerra, sino que además no tienen un lugar específico para poner una flor o derramar una lágrima”.
Y fue allí donde reveló por qué los soldados de Malvinas habían calado tan hondo en su corazón: “Yo mismo me encuentro en esos dos lugares. Mi abuelo, Sapper George Henry Waters, 1890-1916, se encuentra en el cementerio británico de Maroeuil, cerca de Arras, en el norte de Francia, y mi padre, segundo teniente Eric Fletcher Waters, 1913-1944, aunque su cuerpo nunca se encontró, se conmemora en la placa 5 del Allied Memorial en Monte Casino en el sur de Italia. Si alguno de estos dos hombres, mis antepasados, hubiera yacido en tumbas sin nombre, y hubiéramos tenido la tecnología para identificar sus restos, creo que mi abuela y mi madre habrían sentido una angustia indescriptible si sus cuerpos hubiesen languidecido sin marcar en algún campo extranjero… Por eso cuando Gaby me pidió que ayudara a impulsar una iniciativa para identificar a estos 121 muertos argentinos, acepté”.
La misiva cerró con un pedido conmovedor: “A la luz del reciente ruido de sables entre Londres y Buenos Aires, sería algo hermoso para los isleños elevarse por encima del cuerpo a cuerpo y tomar el terreno moral más elevado. Sé que este es un tema complejo, y que mi comprensión del mismo puede ser incompleta, pero, al igual que mi padre y mi abuelo antes que yo, también sé que casi siempre hay algo correcto que hacer. Humildemente espero su respuesta”.
En Buenos Aires, el Ministerio de Justicia -con Juan Martín Mena como responsable- se hizo cargo del expediente por la identificación. En la primera reunión, donde también participaron funcionarios de la Cancillería, se nos encargó que buscáramos a las familias: “No existe un registro de deudos de Malvinas y faltan la mayoría de las direcciones. Hay que ir provincia por provincia, ciudad por ciudad, pueblo por pueblo para buscarlos”. Así se hizo en diferentes viajes que implicaron noches en lejanos pueblos, días enteros sin respuestas, vecinos solidarios y hasta un maestro que ayudó a traducir el toba con madres de pueblos originarios.En la segunda etapa, se hicieron las extracciones de sangre que permitieron crear el primer Banco de datos Genéticos de Malvinas. El equipo que visitó nuevamente a los familiares estuvo integrado por “Maco” Somigliana del EAAF, Natalio Etchegaray y Vanina Capurro, escribano general de la Nación y escribana adjunta, quienes certificaron las muestras, funcionarios del ministerio de Justicia, encargados de hacer el cuestionario exigido por la CICR, y gente de Acción Social. Con las muestras de 80 familias se elevó el expediente para ser presentado al Reino Unido.
La beligerancia política de CFK con Gran Bretaña no ayudó a que la causa avanzara. Tampoco las internas y la falta de colaboración de algunos veteranos. Otra vez todo pareció estancarse. Ese año murieron dos madres esperando saber dónde estaban sus hijos. Desesperados, con Julio Aro visitamos funcionarios en el Reino Unido, nos entrevistamos con miembros de la CICR y viajamos a Roma para pedir el apoyo del Papa. Francisco nos sorprendió: “Conozco su trabajo. Y toda madre merece tener una tumba donde llevarle una flor a su hijo. Haré todo lo que esté a mi alcance para ayudarlas. Dios en su infinita bondad no ha olvidado a sus hijos”.
Pero la política jugó su carta más dura. Un alto funcionario inglés disparó sin anestesia: “Mientras la presidenta sea Cristina Fernández de Kirchner es muy difícil que la causa avance. Su política de enfrentamiento no construye ni facilita acuerdos”.
Raquel Ugalde, mamá de Daniel, soldado caído en la batalla final, rogó en una carta: “A los papás nos corre el tiempo, no podemos seguir esperando. Pasaron 33 años desde que ellos partieron para no regresar. En las islas dejaron su sangre y su vida. Y hoy nosotros también dimos nuestra sangre para que ellos puedan ser identificados. Por eso hoy, con tristeza pero aún con esperanza, les ruego a los políticos argentinos e ingleses que tengan piedad y comprendan que los papás no tenemos el tiempo que requiere la política, porque a nosotros en esta cruzada por nuestros hijos se nos va la vida”.
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Tuvieron que pasar dos años más para que finalmente se firmara –en septiembre de 2016– el acuerdo entre el Reino Unido y la Argentina. La canciller Susana Malcorra y el ministro de Estado para Europa y las Américas de la Secretaría de Relaciones Exteriores y Commonwealth británica, Sir Alan Duncan, comprometieron a los gobiernos a apoyar el proceso de identificación y la voluntad de las familias.
El 20 de junio de 2017, con una pequeña ceremonia religiosa, la CICR inició la exhumación de los soldados enterrados sin nombre en el cementerio de Darwin. Durante dos meses trabajaron en las 121 tumbas, y tomaron las muestras que luego fueron cotejadas con las dadas por los familiares.
El viernes pasado el secretario de Derechos Humanos, Claudio Avruj, recibió en Ginebra el informe final con los 88 nombres de los caídos identificados. Esta semana, las familias –que tanto esperaron– sabrán finalmente qué fue de sus hijos.
Elma Pelozo, mamá del soldado Gabino Ruiz Díaz, de Colonia Pando, un paraje a 140 kilómetros de Corrientes, sintetiza con emoción el sentimiento de muchas de las madres: “No quería irme de este mundo sin saber dónde estaba mi hijo. Voy a ir a las islas con las pocas fuerzas que tengo para rezar en su tumba y decirle: ‘Hijo, yo nunca dejé de buscarte’. Que Cambacito tenga una cruz con su nombre me va a devolver la paz que me quitó la guerra”.
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