¿Estamos formando a jóvenes demasiado cómodos, poco habituados al sacrificio y sin experiencia para enfrentar desafíos?
El periodista y abogado Luciano Román escribe sobre un tema que genera preocupación en muchos hogares.
Hijos cómodos
Si estamos criando hijos cómodos es una pregunta que se hacen muchos padres de adolescentes poco afectos a colaborar en la casa, en la escuela, o con falta de motivación hacia el futuro. Suele reflejarse más en la clase media acomodada, la que llega a fin de mes y tiene margen para el ahorro y el consumo.
Una conjunción de factores globales y locales ha transformado en pocos años muchos rasgos fundamentales de la relación entre padres e hijos
La tecnología ha metido una cuña en ese vínculo, pero también la modificación de los hábitos de consumo (con una mayor accesibilidad a determinados bienes que ha exacerbado el consumismo); la “democratización” de los vínculos entre chicos y adultos; la puesta en tela de juicio de los modelos de crianza; el quiebre de la autoridad docente.
Podés leer también: La educación y el gran desafío de despertar preguntas
También ha influido cierta flexibilización de las costumbres sociales (con muchos cambios francamente positivos) y el reemplazo de dogmas e imposiciones, por reglas que muchas veces son tan flexibles que terminan siendo confusas.
Padres temerosos
También influye el miedo. Hoy hay una generación de padres temerosos porque el espacio público se ha vuelto extremadamente hostil, los peligros acechan en cualquier esquina y los riesgos adquieren, en distintos planos, una escala mucho mayor. Eso lleva a una vocación más protectora de los chicos.
Intentamos resguardarlos, y quizá los metamos en una especie de burbuja. Empujados por el fracaso de la escuela pública, los llevamos a escuelas privadas que se parecen, al menos algunas de ellas, a “escuelas-burbuja”, con poblaciones homogéneas, que quizá nos den mayor tranquilidad, pero que privan a nuestros hijos de la diversidad. Los privan del aprendizaje y del desafío de convivir con realidades distintas de la de ellos.
Criamos, así, chicos demasiado instalados en sus zonas de confort. También por miedo nos cuesta soltarlos
Los llevamos y los traemos a todos lados. Nos atemoriza que tomen el tren o vuelvan caminando. Son chicos que han dejado la bicicleta en el baúl de los juegos infantiles y que casi la desconocen como medio de transporte. En calles salvajes como las que transitamos, nos tranquiliza que sea así.
Son chicos que al sacar la licencia de conducir (a los 17, no a los 18, como antes) creen que viene incorporada con el derecho a usar el auto. Les cuesta asimilar la diferencia entre tener licencia y tener auto. La licencia se obtiene con práctica y estudio; la tenencia de un auto exige demostraciones de responsabilidad, deberes, obligaciones, capacidad de afrontar gastos. ¿Son nociones que tienen claras los adolescentes de clase media acomodada?
Son hijos de una generación que encuentra más accesible viajar al exterior. Se han acostumbrado a que las vacaciones de invierno sean una maratón de costosa hiperactividad. Esto es -entre otros factores- consecuencia de que a nadie se le ocurre dejar que los chicos jueguen en la calle o pierdan el tiempo en la esquina. Hay que armarles programas que los entretengan porque afuera todo es peligroso.
Pero el fenómeno es más complejo. Somos una generación de padres culposos, a los que nos cuesta poner límites y que no logramos acuerdos ni alianzas entre adultos. La desconfianza atraviesa el vínculo entre padres y docentes; entre padres y entrenadores; entre los propios padres.
Límites
Hubo una generación de adultos en la que a ninguno se le hubiera ocurrido, por ejemplo, acompañar a sus hijos adolescentes a comprar un cargamento de alcohol para el viaje de egresados. Ahora, si alguno pone reparos a esa iniciativa, terminará seguramente cuestionado. Y entre esos cuestionamientos habrá buenos argumentos, justificaciones atendibles.
- “Es mejor acompañarlos que dejarlos solos; controlar nosotros que mirar para otro lado.
- Si lo van a hacer, mejor que sea con nuestra guía y nuestra contención”.
Suena razonable, y quizá lo sea. Pero la pregunta vuelve a aparecer: ¿no les estamos sirviendo todo en bandeja? ¿No se lo estamos haciendo demasiado fácil? ¿No los estamos acostumbrando a una excesiva comodidad?
La escuela tampoco incomoda a los chicos. En las últimas décadas, los colegios se han amoldado más a los alumnos que los alumnos a los colegios. Ya no se les exige uniforme, ni pararse cuando entra el profesor, ni tratar de usted a los adultos. La lista de permisos es más larga y mucho más controvertida. Para todo eso también hay buenos y atendibles argumentos.
Pero los chicos ya se sienten tan cómodos que hasta les extirpamos de alguna forma su propia rebeldía
No son rebeldes, porque no tienen contra qué rebelarse. Son menos transgresores porque cada vez encuentran menos convenciones para transgredir.
En casa también se sienten muy cómodos. Tan cómodos que es normal que sigan viviendo con los padres hasta después de los 30. Las vacaciones familiares se acomodan para que los chicos estén con sus amigos. Las universidades están más cerca y así ha disminuido la experiencia del desarraigo.
Te puede interesar: Millennialls: la primera generación en 130 años que elige mayoritariamente vivir con sus padres
Cuando empiezan a trabajar, los jóvenes de la clase media privilegiada prefieren viajar a Tailandia que alquilar un monoambiente en un tercer piso sin ascensor. Y quizás esté bien. Tailandia es, de hecho, más seductor. ¿Más formativo? Eso se podría discutir.
Para independizarse, las expectativas y las exigencias de estos chicos moldeados en el confort son cada vez más elevadas. Eso también alimenta un círculo de frustraciones. El peligro es que, a la larga, esa frustración se convierta en resentimiento.
Les cuesta asumir un primer empleo que implique demasiados sacrificios
Silvina Bullrich (una escritora aguda que murió en 1990) decía, con originalidad y ánimo provocador, que uno de los grandes problemas de la Argentina es la ley de la herencia. Como consagra el principio de los herederos forzosos -explicaba-, los hijos de la alta burguesía (a la que ella misma pertenecía) se sientan a esperar su parte de la fortuna sin cultivar su energía creadora, sin arriesgarse en proyectos propios, sin innovar, sin esforzarse, sin explorar nuevos caminos.
Hoy diríamos “sin agregar valor”. Hablaba de una ultraminoría (aquella de los grandes terratenientes argentinos del siglo XIX), pero quizás algo de esa idea (aunque sin fortunas de por medio) podría aplicarse al dilema de las nuevas clases medias.
¿Estamos promoviendo en nuestros hijos la vocación emprendedora, el espíritu de riesgo, el alejamiento de sus zonas de confort? ¿No estamos consintiendo que cada vez necesiten más? ¿Les estamos inculcando la cultura del sacrificio? ¿Les estamos enseñando a ganarse la vida y a necesitar menos?
Steve Jobs cerró así su célebre discurso ante estudiantes de Stanford: “Nunca dejen de tener hambre y de ser alocados”. Podría decirse de otro modo: “Nunca dejen de ‘pelearla’, de arriesgar y de tener rebeldía”. ¿Estamos formando a una generación de luchadores, o más bien de “comodones”? ¿Tendremos que incomodar más a nuestros hijos? Los padres debemos encontrar la respuesta.
- Fuente: Luciano Román, Periodista y abogado