“Si igual toman, todos toman. ¿O vos no sabés que hoy todos los chicos toman alcohol? Si de todas formas lo va a hacer, que sea en casa, controlado. No lo voy a dejar salir si no lo veo bien y, además, las bebidas serán de buena calidad, porque voy yo al súper. Hoy los chicos para ahorrar dos pesos compran querosene más o menos, cualquier porquería toman.”
En treinta años de profesión, pocas cosas me sorprenden: pero ésta fue una. Hace un par de meses, dando una charla en un colegio para prevenir el consumo de alcohol y sustancias psicoactivas en jóvenes, esta madre cuenta a voz alzada y con total naturalidad su manera de “acompañar” a sus hijos adolescentes y su estrategia para moderar los daños del alcohol.
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No es la única; levanto la cabeza y algunos asienten como diciendo “no está tan mal”. Lo he dicho muchas veces: estamos frente a una generación de padres amorosamente tibios. Subrayo el amorosamente, porque no es falta de amor sino falta de herramientas para enfrentar los desafíos que los tiempos y nuestros hijos nos plantean.
Digo, para empezar: no podemos negociar con la salud de nuestros hijos. No todos los chicos toman, no todos los adolescentes buscan la manera de conectar con la diversión a través de la inmediatez de cualquier sustancia psicoactiva. Pensar que es causa perdida lleva a bajar los brazos, a desligarnos como adultos de la responsabilidad de cuidarlos, de marcar señales que los ayuden a crecer.
En esta cultura adictiva somos los padres los que debemos mantener posición amorosamente firme a la hora de los límites
Crecer asusta, y los jóvenes hoy se apoyan en muletas que los ayuden en ese trajín. El alcohol y las drogas son dos de las maneras de suavizar lo que preocupa. Sepamos eso y ofrezcamos alternativas saludables como ejemplo.
Lo digo una vez más: nuestros hijos no nos oyen todo el tiempo pero no dejan de mirarnos. Y lo que ven, cuando nos miran, es brazos caídos, cansancio, padres a menudo abatidos.
La pasión que no podemos transmitir a nuestros jóvenes, el entusiasmo que les debemos a la hora de mostrarles el camino hacia el mundo adulto, muta en estos tiempos por placer líquido, por panaceas etéreas, por anestesias al miedo de dar el salto desde el confort de ser niño.
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Creo, a partir de mi experiencia, que los padres sueltan riendas mucho más de lo que debieran por un temor oculto a que sus hijos dejen de prodigarles amor. Suena raro pero es así. Los padres temen a menudo plantarse amorosamente firmes frente a sus hijos por temor a perder el cariño de los mismos. Las cabezas afirmativas cuando en las charlas pregunto al respecto validan esta hipótesis.
Hay padres que temen que sus hijos dejen de quererlos si les ponen límites
Miedo a que se enojen, a que se frustren, a que sufran. La suma de todos estos miedos da como resultado a estos padres amorosamente tibios en un rincón e hijos que desafían donde y cuando no tienen que hacerlo.
No dejarán de querernos si hacemos las cosas bien y los cuidamos; se irán unas horas y volverán sin dudar porque necesitan de nuestros límites que son amor, prudencia y refugio, aunque les dé a menudo mucha bronca e impotencia. Aprenderán, ni más ni menos, a crecer.
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Hoy los chicos tienen mucha información sobre la marihuana, hacen un triste doctorado en cultura cannabica a través de la universidad de Google. Los que no están pudiendo estar a la altura son los padres. En mis charlas, a la pregunta “¿estamos todos de acuerdo en que no es normal ni natural que nuestros chicos consuman marihuana?” sigue un silencio que impacta. La respuesta tarda en llegar, los brazos se levantan tímidamente, dubitativos, como por efecto de suponer que la respuesta esperada es la afirmativa… Pero en muchos casos intuyo que no es sincera. Y me apena, me preocupa.
El alcohol y la marihuana se han vuelto protagonistas de las previas, a edades cada vez más tempranas
No podemos, no debemos, de ninguna manera, naturalizar que nuestros niños consuman marihuana ni ninguna otra sustancia psicoactiva. Como padre, como profesional de la salud, se me pone la piel y carne de gallina cuando oigo, veo, convivo con padres que bajan brazos, sin ser conscientes que lo hacen y se alinean con la cultura pro cannabica.
La otra opción es entender y admitir que sus hijos tienen problemas con el consumo de drogas, y que los padres somos parte de este problema. La negación, una vez más al servicio de la patología adictiva, pero esta vez es un fenómeno no singular e individual sino cultural. Y esto lo hace más complejo.
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El consumo de marihuana ya es legal en muchas partes del mundo. Les explico a mis pacientes que el fumar marihuana de tanto en tanto, con amigos, de forma social, es similar a pasear por una cornisa, ancha, desde un primer piso; nadie se va a matar si se tropieza y cae, pero sin dudas se romperá algunos de los huesos. Nunca nadie puede saber si en algún momento de su vida las circunstancias lo llevarán a dejar de manejar lo que hasta ese entonces estaba dominado.
El cannabis es una sustancia psicoactiva que genera alto grado de dependencia, y los peligros son muchos y graves, no sólo por las consecuencias de un exceso en el momento que pueda generar una desestabilización en lo orgánico, sino por el riesgo cierto, y minimizado generalmente, de un pasaje rápido del “yo lo manejo” a instalar un cuadro adictivo, cuyo tratamiento y rehabilitación es un camino de ripio, frente a la alternativa de una ruta de amplios carriles.
Tristemente, el inicio de la adolescencia está cada vez más acompañado por diversas sustancias psicoactivas, con el alcohol a la cabeza y la marihuana ganando posiciones. Y no nos olvidemos del tabaco (que no es psicoactivo, pero tiene efectos devastadores).
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El imaginario colectivo se centra en que “la previa” (como denominan hoy los jóvenes al encuentro anterior al ir a bailar) es, respecto a la fiesta, a la noche, lo que la elongación es a la actividad física. Pero, para los jóvenes, “la previa” no es otra cosa que encontrarse para “desencontrarse”, porque en ella subyace la idea del alcohol como antesala de la diversión.
Nada de eso ocurre: es cierto que el alcohol tiene efectos deshinibidores, pero así como nadie se convertiría en un asesino que no es sólo por embriagarse, tampoco mutaría en un latin lover por el mismo hecho. Somos lo que somos, y lo que tenemos oculto podemos y debemos destrabarlo de formas más saludables que metiendo sustancias en nuestros cuerpos.
El alcohol y las drogas son dos de maneras de suavizar lo que preocupa
El propio hogar como institución segura es una construcción que se cimienta desde los padres. Cuando era pequeño, jugaba a la mancha y al tocar una pared gritábamos “¡CASA!” y ya estaba, nadie podía hacernos daño. La casa debería ser el lugar donde podamos vivir nuestras alegrías con total intensidad, bailar si queremos, cantar sin vergüenzas, estar enojados, todo debería ser seguro y posible allí dentro de lo saludable. La casa deber ser refugio. Pésima idea la de pensar a la propia casa como lugar habilitado para las “transgresiones en entorno controlado”.
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Me contaba con mucha tristeza una muchachita cómo su padre le decía resignado: “No voy a poder hacer nada para que no fumes, por lo menos fuma cosas buenas, yo te doy el dinero…” Triste radiografía de estos tiempos. Otros ejemplos: “Que mi hijo cultive acá sus plantitas de cannabis así no fuma cualquier porquería”, “que hagan la previa en casa y de paso les hago esa torta que tanto les gusta.”
No confundamos las cuestiones esenciales de ser padres: cuidemos y digamos NO las veces que tengamos que hacerlo. No habilitemos la exogamia riesgosa en el crecer de nuestros hijos. No dejemos que la propia mirada omnipotente y todopoderosa de la adolescencia los gobierne
Meses y años más tarde los consultorios psicológicos se pueblan de padres arrepentidos, con una conciencia tardía de lo que tendrían que haber hecho.
Que la palabra circule, que nuestros hijos se enojen si tienen que hacerlo. Tendrán dos trabajos, deberán enojarse y desenojarse, como dicen las tías. Que los padres cuiden y que sean padres, hoy y siempre.
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