El asado en la historia argentina, por Daniel Balmaceda

Compartimos un capítulo del nuevo libro del historiador: “La comida en la historia argentina”, editado por Sudamericana.

Aunque todavía estaba muy desnuda, La Plata se vistió de gala el domingo 19 de noviembre de 1882. Ese día se realizó el acto simbólico de colocación de la piedra fundamental para dar comienzo a las obras de la futura ciudad. Desde Buenos Aires partieron los trenes repletos de invitados especiales, entre funcionarios, periodistas, hombres de empresa y otras personalidades influyentes. ¿Mujeres? No, por falta de instalaciones adecuadas, algo que a los hombres (como al resto de la fauna del lugar) no pareció preocuparle.

La organización del gran asado estuvo en manos del mismísimo José Hernández que todos conocemos. El desafío era complejo porque se carnearon cien novillos. Como un director de orquesta, el senador, escritor y asador supervisó al ejército parrillero. Fue inútil. Por diversas cuestiones los viajeros demoraron su arribo más de lo previsto y la ternura del ternero brilló por su ausencia. Los periodistas se preguntaban si esa carne chamuscada había sido hecha por Hernández o por los enemigos políticos del gobernador Dardo Rocha. Aquella tarde no hubo aplauso para el asador.

Por supuesto, estamos hablando de una de las comidas tradicionales de nuestro territorio, pero antes de avanzar por ese jugoso, a punto y cocido sendero debemos aclarar por qué el asado revolucionó la historia del hombre. Porque marcó una diferencia sustancial con el resto de las especies a partir de la preocupación por hacer que el alimento estuviera cocido.

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El primer gran paso evolutivo fue asar la carne directamente con el fuego, luego con las brasas y más adelante se avanzó en otras formas de cocción. Si bien el hombre controló el fuego 790.000 años a. C., pudo establecerse que venía alimentándose de carne asada desde muchísimos siglos antes. Los especialistas sugieren que el primer asado se habría comido hace 1.200.000 años. De por sí el fuego incrementó la sociabilidad. Ya todos venían reuniéndose a su alrededor porque brindaba luz y calor. Más tarde se agregaría una nueva actividad: comer en torno del fuego. Semejante cambio en la vida de nuestros antepasados estuvo acompañado de otras valiosas ventajas.

En Cocinar. Una historia natural de la transformación, Michael Pollan desarrolla la relevancia de la cocción en la evolución del ser humano: “Cocinar facilita la masticación y la digestión de los alimentos”. Esto se debe a que, cuando la carne está cruda, el proceso metabólico de descomposición de los carbohidratos demanda mucho más tiempo. Al cocinarse los alimentos, se logró que el fuego realizara parte de esa tarea que antes debía llevar adelante el cuerpo. De esta manera, el hombre pudo enfocar sus energías en otros destinos y esto le permitió sacar buena ventaja a los otros animales. Pero no debemos colgarnos la cucarda de descubridores.

Cualquier cazador carnívoro experimentado da sus primeros tarascones en el estómago de la presa con el objeto de alimentarse de comida que ya fue procesada por el cazado. Sabe que es más fácil de digerir. En todo caso, lo que nosotros logramos fue una distribución más democrática del alimento. Mientras que el resto de las especies destinaba un alto porcentaje del día en procurarse alimento, masticarlo y digerirlo, la nuestra pudo aprovechar la jornada de manera más eficiente. Por ejemplo, en dotar de energía al gran consumidor que es nuestro cerebro. Sí, señor: existe una clara relación entre la inteligencia humana y la cocción de la comida.

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Según vemos, el ritual del asado forma parte de la genética más básica del ser humano y lo que hizo José Hernández ya lo habían hecho todos sus antepasados. Nuestras llanuras se convirtieron en un fértil campo de reproducción del ganado vacuno que introdujeron los españoles por distintas vías. Estos animales se multiplicaron de tal manera que generaron las fructíferas industrias del cuero y el sebo, que pasaron a tener mayor valor que la carne. Los viajeros se sorprendían de que en Tucumán o Buenos Aires se matara una res para comer solo la lengua, el matambre (entre las costillas y el pescuezo) o simplemente el interior del hueso de caracú. El resto lo dejaban para los perros, que tampoco se mostraban interesados. En el siglo XVII, los caninos de Buenos Aires eran todos gordos, lo mismo que las ratas, porque comían abundante carne de primera calidad abandonada en alguna calle del centro.

Concolorcorvo, seudónimo que empleó Alonso Carrió o Calixto Bustamante, plasmó su experiencia durante su viaje de Buenos Aires a Lima. Recordaba lo mucho que le llamó la atención lo que hacían en cuanto mataban una vaca: le sacaban “el mondongo y todo el sebo que juntaban en el vientre” para inmediatamente prender un fuego con el sebo y estiércol del animal en el propio vientre, improvisando de esa manera un horno natural que abrían cada vez que deseaban comer un trozo de carne del costillar.

cómo hacer un buen asado

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Para estas actividades no existía diferenciación de clases: cualquier hombre se las ingeniaba para calentar un trozo de carne en un fuego. Entonces, ¿hubo buenos asadores entre los que figuran en la vidriera de la historia? Se conoce el caso de Juan Manuel de Rosas, quien recibió el elogio de sus contemporáneos. Pero, por favor, no lo imagine con un tenedor moviendo los chorizos y chinchulines en la parrilla. Más allá de que los embutidos no integraban el menú habitual sino que se preparaban para determinados banquetes, en tiempos de Rosas (segundo cuarto del siglo XIX) se asaba en la estaca, espetón o vara de hierro, que hoy llamamos “al asador”. Las parrillas llegaron después, aunque debemos aclarar que en el propio continente eran conocidas antes de la llegada de los europeos. Los taínos del Caribe, aquel pueblo que inició el intercambio con Colón y sus hombres, empleaban un sistema que constaba de cuatro ramas muy verdes, dispuestas como una bandeja, que estaban sujetas a estacas que las mantenían suspendidas.

Mediante tientos, subían y bajaban esa rudimentaria parrilla, dependiendo de los tiempos de cocción deseados. La palabra taína para definir el aparato era “barbacoa”. En nuestra tierra, el asador iba munido de una vara de madera con punta con la cual pinchaba un pedazo de carne y lo daba vueltas como si fuera un espiedo (técnica que continuó empleándose en el campo, más allá de 1910).

Así, cada parte cocida se iba comiendo sin esperar que se cocinara el resto. Este sistema ideal para los impacientes era el habitual alrededor del fuego. El hombre tardó en asistirse de un fuego controlado. También pasaron muchos, muchísimos años hasta que advirtió que no era necesario quemar la carne en el fuego; y así fue alejándola de las llamas cada vez más.

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¿Y las ensaladas? El único acompañamiento aceptadoera medio zapallo calentado a un costado del fuego. Nada de verdes. Cuando Sarmiento planteó la necesidad de incorporar verduras a la dieta diaria, en la década de 1860, se burlaron de él y lo llamaron el “come pasto”.

El otro tipo de cocción era el asado con cuero. En este caso, como narró Alexander Gillespie, oficial inglés capturado en 1807, colocaban directamente el cuero sobre las brasas. De la misma manera se preparaba el popular churrasco. Lo sabemos gracias a una receta que Mercedes Torino Zorrilla, casada con Patricio Pardo, le envió a Juana Manuela Gorriti en los tiempos de José Hernández:

Más de una vez he sonreído, oyendo dar este nombre [churrasco] a retazos de carne a medio asar en la plancha o en la parrilla, y servidos sangrientos, horripilantes.

El verdadero churrasco, bocado exquisito para el paladar, nutritivo para los estómagos ébiles y de calidades maravillosas para los niños en dentición, helo aquí, cual hasta hoy lo saborean con fruición sus inventores, los que poseen el secreto de la preparación de la carne: los gauchos.

1) Se le corta cuadrilongo y con tres centímetros de grosor, en el solomo, o en el anca de buey o cordero.

2) Se le limpia de pellejos, nervios y grasas, se le lava en agua fría, se le enjuga con esmero, se le da un ligerísimo sazonamiento de sal, se le golpea en la superficie con una mano de almirez [instrumento para machacar].

3) Se le extiende sobre una cama de brasas vivas, bien sopladas.

4) Al mismo tiempo de echar el churrasco al fuego, se hace al lado otra cama de brasas vivas, en las que, cuando comiencen a palidecer los bordes del churrasco, se le vuelque con presteza y se le extiende del lado crudo, apresurándose a quitar del otro las brasas a él adheridas: pues basta el corto tiempo de esta operación para que el churrasco esté a punto. 

Este asado se sirve sin salsa, la que le quitaría el apetitoso sabor que le da el contacto inmediato del fuego. Los niños en lactancia gustan con delicia la succión del sabroso jugo que con la lengua, los labios, y la presión de sus tiernos dientecitos, arrancan al churrasco. 

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Como vemos, las mujeres no se arrimaban al asador, pero conocían sus secretos. Por eso, para la indomable raza masculina, adjuntamos otro secreto de la preparación, revelado por otra amiga de Juana Manuela. En este caso, fue Carmen Gascón, mujer del estanciero Pedro José Vela, dueños de campos en Tandil y Rauch, quien lo detalló de la siguiente manera:

1) Lavada y preparada la pieza de carne: vaca o ave, se la encierra en una servilleta de tela delgada que se recogerá por sus extremos, atándola con un hilo de pita, dejando dentro la carne, suelta, holgada, pero bien cerrada.

2) Se cava un hoyo en una tierra limpia y húmeda, por ejemplo, en un jardín o en una huerta, y se entierra la carne así cerrada en la servilleta durante tres horas.

3) En seguida se le saca con cuidado de que no le entre tierra, sacudiendo con un plumero la servilleta antes de desatar el hilo.

4) Se pone la pieza en un plato, se le sazona con la necesaria sal y se la extiende en la parrilla, o dándole la destinación necesaria.

5) La carne, por esta operación, obtiene un sabor exquisito y se torna tan tierna, que un hervor basta para su perfecta cocción, así como diez minutos de fuego vivo en el asador.

Carmen Gascón, quien vivía en Corrientes y Maipú (en el centro porteño), no tenía jardín para enterrar la porción seleccionada. Pero consiguió comprobar el método cierta vez que fue invitada a un almuerzo en el barrio de Belgrano. Allí, la anfitriona preparó la carne con cuero que entregaría a los caballeros encargados del asado: lavó la carne con agua y la enjuagó cuidadosamente con una servilleta. Luego la introdujo en un lienzo que hilvanó en ese mismo momento. Colocó el paquete (con el cuero hacia arriba) en un hoyo recién hecho, que era cuadrado y medía un metro y medio por vértice. Después de tres horas, desenterró la carne, la lavó, le tiró un poco de sal y se la entregó a los varones. ¿Qué ocurrió? La carne estaba exquisita y los propios asadores se inflaban el pecho diciendo que había sido la carne con cuero más rica que jamás hubieran comido. Imaginamos la sonrisa pícara de Carmen y la dueña de casa, mientras los hombres se repartían elogios y palmadas por su obra de arte culinaria tan masculina.

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