Cuando tenía cinco años, mi abuela nos regaló a mi hermana menor y a mí un libro ilustrado que explicaba en detalle cómo un hombre y una mujer tienen relaciones sexuales para crear un bebé. Nos cautivó. Hasta ese momento, nuestro único punto de referencia sobre el origen de los bebés era la fábula de la cigüeña, el “Dumbo” de Disney entregado a su madre por una cigüeña.
Mi madre, avergonzada, puso el libro en un estante alto, con la esperanza de que hasta ahí llegara el asunto.
Mi hermana y yo, por supuesto, nos subimos a una silla para bajarlo y continuamos examinando las imágenes, riendo y señalando con incredulidad los cuerpos desnudos, mientras mis padres trataban torpemente de esquivar nuestro aluvión de preguntas.
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Unos años después, cuando pensaron que tenía la edad adecuada para aprender la verdad sobre el sexo, el parto y la pubertad, me dieron “la charla”. La educación sexual también se impartía en las escuelas primarias holandesas e inglesas a las que asistí.
Pero a muchos niños en todo el mundo no se les enseña adecuadamente sobre el sexo hasta que llegaban a la escuela secundaria, o nunca.
“Aún hay muchos niños que reciben historias populares o respuestas míticas sobre el origen de los bebés”, dice Lucy Emmerson, directora ejecutiva del Sex Education Forum en Reino Unido.
La historia de la cigüeña es una de los más presentes. Películas, dibujos animados, tarjetas y libros ilustrados muestran a esas elegantes aves de patas largas trayéndole bebés recién nacidos a sus padres.
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El mito original se remonta a la antigua Grecia, donde las grullas, que comparten muchas similitudes con las cigüeñas, estaban asociadas con el robo de bebés.
En la mitología griega, Hera, la diosa del parto, convirtió a su rival Gerana, la reina del pueblo pigmeo, en una grulla porque estaba teniendo una relación con su marido Zeus. No dispuesta a separarse de su hijo recién nacido, Gerana levantó al bebé, lo envolvió en una manta y se fue volando con el bebé en el pico.
Con el tiempo, la grulla se fusionó con la cigüeña, dice Paul Quinn, profesor titular de literatura inglesa en la Universidad de Chichester, en Reino Unido.
Hay un vínculo con la domesticidad porque las cigüeñas anidan en los techos de las casas
Otra capa mitológica fue añadida por el pelícano, que en la literatura medieval europea era un símbolo de la Virgen María y la madre nutricia, dice Quinn.
A principios del siglo XIX, la cigüeña comenzó a aparecer en los cuentos de hadas, a menudo acudiendo al rescate de los bebés humanos.
“Encontraba bebés en pozos, estanques o pantanos, los sacaba con su pico y los envolvía en un cabestrillo”, cuenta Marina Warner, profesora de inglés y escritura creativa en Birkbeck College, Universidad de Londres.
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Esa versión fue popularizada por el cuento “Las cigüeñas” de Hans Christian Andersen (1839). Según el cuento de Andersen, hay un “estanque en el que yacen todos los niños chiquitines”, hasta que las cigüeñas van a “buscarlos para llevarlos a los padres”.
“Los lindos pequeñuelos duermen allí, soñando cosas tan bellas como nunca más volverán a soñarlas”.
“Todos los padres suspiran por tener uno de ellos, y todos los niños desean un hermanito o una hermanita”.
Pero hay un giro cruel: a los niños que se portan mal, las cigüeñas les llevan un hermanito muerto como castigo. A pesar de este horrible final, la historia de Andersen se extendió rápidamente por el mundo.
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En su forma benigna, el mito de la cigüeña aún persiste en la cultura popular.
Hasta el día de hoy, la Nevus flammeus nuchae, una marca de nacimiento común en la piel de los recién nacidos causada por malformaciones en los vasos sanguíneos, todavía se llama coloquialmente “mordedura de cigüeña”, resaltando la influencia del cuento.
Una confluencia similar de creencias antiguas y aprensión de los padres se esconde detrás de otro colorido mito sobre de dónde vienen los bebés: la idea de que crecen en huertos de coles o repollos. El mito posiblemente se origina en varias creencias y prácticas en torno a las plantas y la fertilidad.
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En Escocia, era común que los niños pusieran hojas de col fuera de sus casas para pedirles a las hadas que les trajeran un hermano, dice Quinn. Y las mujeres solían comer repollo para ser más fértiles y tener buenos embarazos.
En francés, el término cariñoso para un niño pequeño es “mon petit chou” (“mi pequeño repollo”).
Al igual que el niño rescatado por la cigüeña, el bebé que nace en repollos “se encuentra en la naturaleza y se descubre como parte del mundo natural”, dice Warner.
Cuentos similares de niños que crecen en jardines y huertos existen en todo el mundo, como un mito popular japonés entrañable sobre un niño que emerge de un melocotón. Para los padres, ofrecían una “manera de explicar cosas a sus hijos que de otro modo no podrían explicarles”, dice Quinn.
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“Muchos padres no entendían su propia anatomía, así que les habría costado explicarle los hechos a sus hijos”, señala Warner.
Los cuentos los sacaban de apuros.
Aunque la cigüeña sigue siendo un motivo popular en las tarjetas de felicitación y los regalos, puede ser difícil imaginar a los padres del siglo XXI tratando de persuadir a sus hijos de que así es como nacen los bebés.
Pero otros mitos y eufemismos siguen siendo sorprendentemente comunes, asegura Spring Chenoa Cooper, de la Escuela de Salud Pública de la Universidad de la Ciudad de Nueva York.
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Una de las razones es simplemente que muchos padres todavía no saben bien cuándo y cómo hablar del tema. Pero esos eufemismos pueden ser confusos para los niños, dice Emmerson. Además, a los padres les puede resultar difícil corregir la historia más adelante y admitir que mintieron.
Y, subraya Cooper, “cuando la gente hace suposiciones basadas en mitos y desinformación, el resultado puede ser perjudicial”. En Australia, la vacuna contra el VPH, que se administra a los jóvenes para prevenir el cáncer de cuello uterino, se conoce comúnmente como la “vacuna sexual”.
Eso llevó a algunas niñas a creer erróneamente que las protegía de las enfermedades venéreas y que sus parejas no necesitaban usar condones, relata Cooper.
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Otro peligro de usar eufemismos es que se puede establecer un patrón de no hablar abiertamente sobre sexo, dicen los expertos, lo que dificulta que los niños y adolescentes confíen en sus padres.
“Pueden sufrir agresiones y sentir que no pueden hablar al respecto, quedar embarazadas y no decírselo a nadie o contraer una enfermedad de transmisión sexual y no tratarla”, dice Cooper.
“El miedo a hablar de estas cosas puede tener ramificaciones para toda la vida”.
Las escuelas, por otro lado, no necesariamente resuelven lagunas y malentendidos.
“Si los padres están pensando ‘si no digo nada, lo entenderán cuando lleguen a la escuela’, probablemente ese no sea el caso”, advierte Emmerson.
Parece que mi abuela tenía razón entonces al regalarme ese libro ilustrado sobre sexo y bebés. Pero para los padres que no pueden imaginar ese nivel de franqueza y detalles fácticos, los investigadores sugieren comenzar poco a poco, con charlas breves y sencillas en lugar de una gran conversación.
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“[Se trata] de darse cuenta de que se presentarán muchas oportunidades para darles a sus hijos un poco de vocabulario sobre sus cuerpos y también sobre sus emociones”, dice Emmerson.
Por ejemplo, si un niño pequeño pregunta cómo nacen los bebés, “basta con decir que el bebé crece en la barriga de la madre y sale por la vagina”.
“No hay que explicar las relaciones sexuales. Simplemente, proporcionar una respuesta fáctica que no sea una invención”.
“Cada vez que un niño te haga una pregunta sobre sexo, respóndela de manera muy simple y directa”, recomienda Cooper.
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“No es necesario que los sientes y los sermonees durante una hora… eso podría intimidarlos y llevar a que no vuelvan a preguntar más al respecto”.
Los conceptos vitales como el consentimiento y los límites se pueden enseñar desde el principio.
¿Significa eso que no hay lugar para historias encantadoras sobre cigüeñas y repollos en la cultura paterna moderna? No, pero los podemos disfrutar por lo que son: coloridas hazañas de la imaginación, transmitidas por generaciones anteriores.
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