Hace 4 años, cuando me enteré que muy probablemente sería padre de un bebé prematuro, no tenía mucha idea de qué significaba. Sentía incertidumbre, miedo y buscaba todo tipo de esperanzas. Habíamos hecho todos los controles que nos indicaron para tener un buen embarazo, pero el destino así lo quiso.
Andrés nació un 20 de diciembre. La noche anterior le habían dado corticoides esperando que ayudaran a madurar sus pulmones. Tenía 25 semanas, 468 gramos de peso y graves problemas respiratorios
Casi 3 años después, tras buscar explicaciones por todos lados, supimos que existen estudios que pueden, ante ciertas amenazas, disminuir el riesgo con algún tratamiento. Por ejemplo, los estudios sobre trombofilia, pero un médico recién te habla de eso después de varias pérdidas de embarazo. Una locura… No me parece lógico, pero eso es otra historia.
En realidad, entonces, no fue el destino. Fue un ser humano, un sistema, el que determinó que ésto sucediera. Con el objetivo de minimizar costos o alguna otra cosa, alguien decidió no advertir a una familia sobre estas cuestiones. Y el resultado fue un bebé prematuro extremo.
Andrés nació y ni bien terminó la cesárea lo llevaron conmigo en el ascensor a una incubadora. El neonatólogo lo tenía en una mano (sobraba lugar) y con el pulgar le realizaba masajes cardíacos. El bebé había nacido en paro (lamentablemente, el primero de varios). Lo estabilizaron y al rato me dejaron pasar. No me salía una sola palabra, no podía acariciarlo porque estaba muy lábil, y entonces solo me surgió cantarle: empecé con la canción “Tu Presencia” de Nompalidece. Ese día fue muy duro. Con el tiempo trato de recordarlo con felicidad, porque fue el día en que fui papá y mi hijo vino al mundo.
Hoy Andrés tiene casi 4 años, pesa 14 kilos, es oxígeno dependiente, tiene problemas madurativos (una palabra más amigable que problemas neurológicos pero es lo mismo); esta traqueostomizado, no puede hablar porque nunca usó las cuerdas vocales, sea por el tubo endotraqueal o con la traqueostomía. Trabaja como nadie, todos los días: tiene muchas terapias y a todas las recibe con ganas y energía. Ha logrado sentarse solo, movilizarse con la cola, intenta caminar sostenido de nuestras manos o con andadores, ha logrado comunicarse, se hace entender y comprende mucho, mucho más de lo que a veces pensamos.
Trabaja todos los días desde que se levanta hasta que se acuesta, buscando poder hacer más cosas, y por sobre todo buscando ser feliz
Su alegría y su energía nos renuevan las nuestras y con esto tratamos de ir todos hacia adelante. No nos detenemos demasiado en el pasado, porque hay que seguir y avanzar. Para lograr todo ésto pasamos por juicios a la obra social, cartas documento a medio mundo, burocracia y otro sinfín de cosas, pero es mi hijo y nada podrá hacer que deje de reclamar lo que Andrés necesite.
Cuento todo ésto porque cuando hablamos del Día del Prematuro nos quedamos en estos relatos de pequeños guerreros que luchan por seguir viviendo, que pasan por mil cosas. Familias que pelean con la burocracia contra viento y marea para conseguir que sus hijos mejoren. Pero hoy quiero dedicarme a otro tema, a lo que me preocupa, y no solo de los bebés prematuros y sus secuelas sino de todos los niños que tienen discapacidades: mi hijo las tiene. El principal problema, al menos para mí, es trabajar la INCLUSIÓN, pero en serio.
Conozco mucha gente buena, de gran corazón, que piensa que nos discrimina pero luego hace comentarios que clasifican a la gente: sin intención de hacer daño, con palabras como “prematuro”, “retraso madurativo” y otras, lo único que hacen es clasificar. Y si queremos inclusión, si queremos sentirnos todos verduras de una canasta, hablemos de verduras, porque donde empecemos a marcar diferencias la inclusión será puesta a prueba.
Hace poco leí un post de una amiga haciendo mención al libro de Orwell, y lo sentí muy cierto: “todos los animales son iguales, pero algunos son más iguales que otros”
Es por esto que en este día tan especial para mí, para mi hijo, mi esposa, nuestra familia, amigos -los de siempre y los que conocimos en los años de internación (sí: vivimos casi dos años en el hospital)- debemos reflexionar sobre qué hacemos realmente para buscar un mundo con INCLUSIÓN. Yo, por mi parte, creo que no he hecho mucho. Por eso escribo: aquí comienzo. Reflexionemos, eduquemos, a nuestros hijos para que no vean diferencias, como no las ven hasta que la sociedad se las impone, porque la clasificación -cualquiera sea: por religión, por clase social, por salud, etc- es del mundo adulto, es social.
Sueño con que Andrés pueda vivir en un mundo con mayor inclusión. Ojalá así sea. Y siento que si quiero que eso ocurra debo comenzar a moverme yo. No pretendo un debate: con que cada uno reflexione, para mí será suficiente. Está en nuestras manos mejorar el futuro de todos nuestros hijos, porque con mayor INCLUSIÓN la vida de todos mejora.
¡Abrazos!