Lo que se me vino a la cabeza de repente fue la idea de límites. Sí, eso fue lo primero que sentí cuando cerraron la puerta de la habitación de la guardia de la Fundación Favaloro y ahí me quedé solo, con fiebre alta, el dolor en los músculos como si hubiera trepado el Aconcagua, con tos y dificultades para respirar, con una cefalea intensísima, con la apatía que me llevaba a no tener ganas de nada.
El mundo tan grande que siempre había palpado, tan diverso, tan exótico, con tanto para conocer, disfrutar y aprender, se había quedado afuera, y yo ahí, pequeño, esperando que volviera el doctor Francisco Klein, jefe de terapia intensiva, amigo y mentor, con la tomografía en la mano y el gesto seco, para decirme que el Covid me había atacado los pulmones y padecía neumonía bilateral.
Me mostró la imagen por cortesía, pero él bien sabía -y yo- que el desgano y el cansancio también habían dejado atrás la curiosidad profesional. Me había transformado en paciente, uno más de la estadística de mi país, uno más en la cuenta de un mundo pandémico, asolado por la enfermedad.
Me había transformado en paciente, uno más de la estadística de mi país, uno más en la cuenta de un mundo pandémico, asolado por la enfermedad
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Había vuelto de un viaje por trabajo en España con el PCR obligatorio que había dado negativo. Pero yo al llegar me sentía muy mal, y lo atribuí al cansancio propio del viaje, de la agenda intensa que había tenido, del jet-lag, del frío europeo. Recuerdo que, a pesar del análisis, decidí aislarme y ver cómo progresaban los síntomas.
Para autoconvencerme, pensé que aprovecharía la oportunidad para descansar, mirar películas, escuchar música. Pero cuando descubrí que el control remoto había quedado unos pasos más allá, desestimé el deseo. Sentí que tanto esfuerzo no valía la pena. Me indicaron un nuevo PCR, que volvió a dar negativo.
Sabía que los falsos negativos después de varios días de la infección aún son posibles. Por eso, después de unos días, cuando ya me faltaba el aire y tosía, decidí llamar al doctor Klein. Era feriado. Se estaba por ir de viaje. Me dijo: “vení ya”.
Ahí aislado, en la terapia intensiva de la Fundación Favaloro, pasé una semana. En el primer momento quería decirle a mi familia que no se preocupara, y a mis amigos, y también a mucha gente con la que tenía compromisos establecidos, y a tantos también con quienes interactúo por las redes sociales y el WhatsApp.
No quería preocuparlos, por eso me saqué una foto sonriendo y así la publiqué. Recordaba la frase de un amigo que decía “gracia en la desgracia”. Creo que fue mi última sonrisa de varios días
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Todo fue difícil, pero hubo días más difíciles todavía. Quizá la mirada instintiva de médico me hizo percibir el corrillo de que había chances de que me colocaran asistencia respiratoria mecánica, y saber que a partir de eso la bola podía caer para acá o para allá.
Yo que había caminado esos pasillos mil veces, por primera vez estaba del otro lado del mostrador pensando y pensando: desde que era estudiante de medicina había convivido con la muerte, y podía darme cuenta de que la pelota al filo de la red ahora estaba haciendo equilibrio por mí.
El gran Oliver Sacks dijo en una reflexión profunda que por esas horas finales podía ver su vida igual que si la observara desde una gran altura, como una especie de paisaje. Es raro, porque uno parece elevarse cuando más caído está.
No recuerdo bien cuándo fue que la curva empezó a darse vuelta. La medicación hacía efecto y poco a poco empezaba a sentirme mejor. Quizá no fuese tanto, pero el solo hecho de no empeorar y de que mínimos valores objetivos fueran mostrando mejoría, me alentaron. Y el amor.
Yo que había caminado esos pasillos mil veces, por primera vez estaba del otro lado del mostrador pensando y pensando: desde que era estudiante de medicina había convivido con la muerte, y podía darme cuenta de que la pelota al filo de la red ahora estaba haciendo equilibrio por mí
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Uno que un minuto antes creía que todo era posible, que tantos siglos de progreso humano, tanta tecnología, tanta omnipotencia de la especie derrumbaría cualquier valla y no permitiría que nada malo le pase. Uno que, aunque la estadística marcara en las noticias que los casos crecían y crecían, estaba seguro de que era imposible contagiarse porque se cuidaba, que estaba convencido de que a él no iba a pasarle. Y me pasó. Pero el amor, como dice la canción, convierte en milagro el barro.
Lo que más impacta en esos momentos, inversamente proporcional a sentirse demasiado frágil, demasiado vulnerable, es cómo puede existir tanto amor. ¿Cómo contar tanto si es incontable?
Paola es enfermera, y me cuidaba noche y día con una dulzura que traspasaba como nada a ese vestuario rígido e incómodo. Me hablaba cantando, me decía que me iba a poner bien, me contaba cosas de su hijo con autismo, que se había venido grande, que yo no sabía lo lindo que era, que cuando volvía de trabajar tenía que cuidarlo a él. Paola era la vida de los demás.
Algún día deberemos emplazar una estatua de bronce por cada Paola, por cada enfermera, por cada trabajador de limpieza, por cada camillero, por cada maestro, por cada repartidor, por cada hombre y mujer que en esta pandemia se desvivió por el prójimo
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Me llegaron muchos mensajes en ese tiempo que solo me permitían ver unos minutos por día. Conversaba con unos pocos colegas. La pandemia, lo sabemos, atenta contra lo mejor que tiene la especie: la sociabilidad. Nos encierra. Y el mundo que uno veía inabarcable se puede transformar en cuatro paredes breves, en un cuerpo apático, cansado.
Pero ahí afuera hay seres humanos que pujan por un rebrote de esperanza. Si me dieron el alta fue porque la ciencia hizo lo imposible porque la bola cayera del lado de la vida, porque el personal de salud se calza los guantes para pelearla todos los días, porque hay un país y un mundo que quiere superar este trauma global, porque el amor, como nada, hace que otra vez el mundo se expanda.
Cuando estaba por salir del hospital, antes que el camillero me agradeciera porque su padre había disfrutado mi libro, el doctor Francisco Klein se acercó a la camilla que me llevaría hasta el auto y me pidió que me cuidara. Casi no se le veía el gesto atrás de tanta máscara, pero sí los brazos cuando me abrazó. Yo, entonces, lo abracé más fuerte y lloré.
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