Camina serio, preocupado y circunspecto. Se sienta, con su escasa estatura levantada del suelo. Me mira y enuncia, solemne: “Tengo que preguntarte algo, papá”. Hago silencio y lo invito con un gesto a que diga lo que tiene por decir. Ya temía esta conversación…
– “Papá Noel, y los Reyes Magos… ¿Son ustedes no?”
No le salía la voz, tenía que decirlo pero temía hacerlo. Recuerdo hoy, 11 años después, su carita de tristeza y su valentía en formular aquello de lo que no quería, no aún, saber. Recuerdo también el nudo en mi garganta y las ganas incontenibles de abrazarlo y, quizás, decirle que sí, que existían, que no éramos “nosotros”, su madre y yo. Pero recordé lo que siempre digo a mis pacientes y en mis talleres y conferencias: el diálogo, la confianza, son pilares esenciales del vínculo saludable. No podía dar una respuesta falsa si ÉL me preguntaba a MÍ.
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Asentí con la cabeza, lo miré a los ojos y le dije: “Sí, somos nosotros…” Se quedó serio y callado, un instante, largo en la dimensión del tiempo psicológico, muy largo… Hizo un puchero, lo recuerdo, lo hizo, levantó su mirada y, encandilándome con sus ojos, sentenció: “Yo voy a seguir creyendo un poco más”.
Más allá de religiones, credos, culturas, etnias, geografías e idiosincrasia, el ser humano tiene un universal, algo que los une desde siempre: creemos, soñamos, nos ilusionamos, más allá de la razón, más acá del sentido común. Tenemos eso, es nuestro mayor tesoro
Y la mirada del mundo adulto va, penosa, lastimosamente, derrumbando esta maravilla del sentir que algo mágico puede pasar a la vuelta de cualquier instante. La creencia original, la primera esfinge, la referencia primaria, no es otra que la mirada de los padres. Y nuestra palabra tiene peso, vaya que lo tiene…
Mi hijo mayor, de 23 años hoy, con apenas 7 años, caminaba de mi mano. Me distraje por un instante, cruzando la calle, bocina, algún grito del conductor, nada pasó más allá del susto. Pero fui claramente imprudente y mi primer reflejo fue preguntarle a Ignacio: “¿Vos no viste que estaba cruzando mal?”
– “Si, pero si vos decidías cruzar así por algo sería”
Me dio escalofrío: nuestra palabra y nuestras acciones pesan. Y si nosotros decimos que vale soñar, y que “dale que somos, piratas, aviones, magos voladores, renos, camellos, dale que…”, ellos sueñan. Y soñamos nosotros a través de sus ojitos y corazoncitos palpitando.
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Hay un momento en el que hay que dejar de caer algo de la magia. Es inevitable y tiene que ver con la pérdida de la ingenuidad, o parte de ella. Pero… ¿Toda? ¿No podemos quedarnos con algo de eso?
Recuerdo, en pleno ejercicio de mi asociación libre, mis épocas de” mago”. Apenas egresado del colegio secundario y habiendo comenzado la universidad, comencé junto a un querido amigo a animar fiestas de niños y adultos. Él me introdujo en el apasionante mundo de la magia, arte que desde nuestras limitadas posibilidades utilizábamos como recurso para las fiestas.
En las casas de magia, cuando íbamos a comprar los juegos que usaríamos después en nuestro trabajo, nos encontrábamos con la siguiente particularidad. El vendedor (“el mago”) enseñaba el juego a los posibles compradores. Así, si éste resultaba de su interés, llegaba el momento de decidir si lo compraban o no. Había, todos lo sabíamos, un acuerdo implícito: sólo si optaban por comprarlo el secreto sería develado. Se terminaba el juego y ya no había vuelta atrás… Era todo un duelo: qué pena me daba descubrir el secreto… ¡Algo se rompía, pequeño, pero se rompía! Y algo se rompe cada vez que nuestros niños descubren y nos piden que quieren seguir creyendo un rato más.
Es nuestro derecho, nuestra obligación, nos lo debemos y se lo debemos a ellos, asegurarles que nunca, pero nunca jamás, dejarán de creer, un ratito más
Que no termina el juego, el de pensar que la magia puede y debe sorprendernos. Que si queremos creer, digo yo (que sigo mirando algunas cosas en mi vida con ojos de niño) ¿quién puede decirnos lo contrario?
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