Se fue Carlitos Balá y deja en nuestras manos la misión de seguir honrando al niño que fuimos

“Ver reír a un chico es sagrado” repetía el artista que hizo reír y emocionar a muchas generaciones. Murió a los 97 años dejando un legado que atraviesa el corazón argentino.
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Carlitos Balá fue mucho más que un artista: funcionó como nuestro espejo retrovisor, con el emotivo sabor a infancia de las cosas que nos miman desde lejos. Basta un gestito de idea, o la pregunta sobre “qué gusto tiene la sal”, para devolvernos a un reino encantado. Carlitos Balá fue, es y será la bala emocional que atraviesa el pecho argentino. Basta un “sumbudrule” o la palabra Angueto para un reinicio que nos lleva a la infancia. Por eso nos duele y emociona su partida, a los 97 años, revolviendo por un rato aquel niño que fuimos.  

Más de 35.000 días de vida, más de 30 gobiernos atravesados, cuatro generaciones de fans, un pasaje de la TV blanco y negro a la de color y una curva que va del nacimiento artístico de la radiofonía hasta sus días como estrella involuntaria de Tik Tok hoy. ​”Ver reír a un chico es sagrado”, repetía y repetía el que hizo de lo sagrado, su profesión, y también la forma de llevar el pan a su familia.

En los últimos dos años, la pandemia frenó sus planes de quinceañero, pero tenía pensado seguir cuerpeando lo que cuerpeó en silencio por décadas: visitar hospitales y clínicas con una vacuna infalible, su sonrisa. 

Lo que pasó en el Sanatorio Anchorena en 2015 y se viralizó fue lo mismo que venía haciendo periódicamente, una y otra vez, sin prensa. Lo contó el propio Jefe de Emergencias, Adolfo Savia: “Apareció de la nada, dijo ‘¿hola vengo a ver a los pacientes’ y se quedó cinco horas recorriendo salas y levantándole el ánimo a los enfermos”‘.

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Carlos Salim Balaá fundó un lunfardo infantil, un código común de interjecciones (¡Ea-ea-ea pe-pé!) y un mundo más noble que Disneylandia. Instaló en sus niños esa vieja idea de El Principito de que lo esencial es invisible a los ojos. Lo promovió con un perro intangible, con una mascota abstracta a la que todos juramos ver. Lo dice esa daga retro, su canción sin ornamentos: “La vida tiene mil cosas que son hermosas y no se ven”.

El señor que vio inaugurar el Obelisco y el que vio el pasaje de la adicción infantil al chupete a la del celular fue el artista argentino popular más longevo del país y el que pasó más de 30 años jugando con una frase que repetía cada vez que abría la puerta de su casa: “Todavía sigo en Recoleta, pero del lado de afuera”.

Las canas aparecieron hace casi medio siglo, pero el niño Balá nunca escapó de su cuerpo. Lo cuentan sus allegados, lo confirma él. Me meto a un restaurante con el dedo en la nariz y pregunto: ‘¿Necesitan cocinero?’“. Carlitos no creía en algoritmos, ni máquinas, ni futurismo. Su canal era otro: el de las emociones.

“Pasa el tiempo, habrá más artefactos, pero la parte humana del chico es igual que hace 40 años. ¿Le duele algo? El chico llora. ¿No le gusta? Hace puchero. No me vengan con libritos. Ayer y ahora un nene es un nene”.

Más de un cuarentón/cincuentón todavía llora por el gesto: Balá tenía anotados los cumpleaños de sus Followers más antiguos y los llama para su cumpleaños. “¿Está Eduardito, está Antonito, está fulanito el grandulón? Habla Carlitos Balá. Dígame… meeee”.

Todo empezó en un colectivo

Los primeros shows de Carlitos fueron “sobre ruedas”, en el colectivo 39, línea que terminó otorgándole décadas después la condecoración de “Pasajero ilustre” y que ploteó sus unidades para celebrar sus 86 años. A bordo, él “cataba” su humor, probaba chistes, remates, reacciones. El termómetro del bondi le serviría como ensayo para probar suerte en la radio.

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De antepasados libaneses y croatas, fue su hermana Norma la que lo impulsó a animarse al teatro y presentarse en un concurso radial. Su primer nombre artístico (fugaz) fue Carlos Valdez, un truco para que su padre no lo reconociera al aire. Más tarde le quitó una “a” a su apellido, para integrar el trío Balá, Marchesini y Locatti.

​”Mi primer día de radio lo recuerdo bien. Yo sabía que temblaba, entonces llevé un almanaque… me sirvió de apoyo para el libreto. Delfor Medina, director de La revista dislocada, por Splendid, me había asignado el personaje de gerente de publicidad de Jabón Federal. Un personaje nervioso. Yo me hacía el que me trababa, Señoris, señores, señoras, tengan ustedes buenas tirdas, terdes, tardes'”, recordaba hace un tiempo en entrevista con Clarín. “En el saclo, seclo, ciclo que se inicia, con libreto de Aldo Cacá, Cacá, Cammarota’. ‘Pobre tipo’, pensaban. Cuando los autores se rieron, se dieron cuenta de que estaba haciendo un buen personaje”.

“Papá era carnicero, yo jugaba forrando los cajones de madera y hacía un teatrito. Un día me encontré una máquina vieja de proyección en un tacho de basura. Era para mí la lámpara de Aladino. ¿Y esto? Para mí era un tesoro. Le puse kerosene de la máquina de coser de mi abuela y lo hice andar. Ese fue mi acercamiento al cine, siempre supe que iba a ser actor, pero mi gran desafío fue vencer la timidez”.

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Balamicina, El soldado Balá, El flequillo de Balá, El clan de Balá, Balabasadas…  Desde los sesenta, brilló en diversos ciclos de TV. En esa década comenzó también su peregrinaje por el cine, que arrancó con Canuto Cañete, conscripto del siete (1963) y se extendió hasta 1988 en Tres alegres fugitivos, con Juan Carlos Altavista y Tristán. (Luego hizo un cameo en Soledad y Larguirucho, en 2012).

En 1979, ya con más de 50 años, fue contratado para protagonizar El show de Carlitos Balá, en ATC. Así nació un hito, el Chupetómetro. Balá enseñó con ese depósito de chupetes a abrir y cerrar etapas, a traspasar duelos. Su consejo odontológico ayudó a la boca de cientos de argentinos que entregaron su primera gran ofrenda.

Chupetes prohibidos

Ortodoncistas agradecidos de por vida con Carlitos Balá.​ Su campaña para que los niños dejaran el chupete tenía algo más profundo que una razón dental. El conductor les enseñaba a desprenderse, a elaborar los primeros adioses, a dejar ir y seguir. Así lo interpretaban los psicólogos, que celebraban esos enormes receptáculos de chupetes que reinaban en ATC.

Hay un dato que no puede develar ningún acérrimo balense, ni su familia, ni el propio Carlitos: cuántas toneladas de chupetes coleccionó. En los ochenta llenó Obeliscos transparentes, pero nadie se puso a contarlos. “Fueron a parar a la basura. Porque se pudrían las tetinas“, explica el señor del chupetómetro. “Una lástima. De haberlos contado, hubiéramos entrado en el libro Guinness. Dos millones. Vaya uno a saber”.

En 2010 Julián Weich intentó reeditar el Chupetómetro, con permiso de Carlitos, claro. En justo a tiempo, su ciclo de Telefe, el conductor reinauguró la sección, en presencia de Balá. A más de 40 años, Carlitos repite una máxima sabia: “Hoy mi sucesor no debería luchar por sacarles a los chicos el chupete y sí el celular”.

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Su amor de siete décadas

Martha Venturiello es la persona que más lo conocía, con quien comparte la vida desde hacía siete décadas. Ella vivía en San Juan y Boedo. Él, en Chacarita. Se conocieron en un casamiento. “Él iba con un amigo, yo con una amiga, pero al principio no lo tomé en serio porque se hacía el payaso”, contó. En la primera salida, ella pensó que no volvería a verlo.

“Ni bien subimos al colectivo jugaba a ser vendedor de lapiceras y dije ‘nunca más’. Con el tiempo lo fui conociendo y entendí quién era. A través de la risa quiere entregarle algo a los demás’

Carlos hablaba de “destino y suerte”. Contó que aceptó acompañar a un amigo que debía cantar el Ave María y la vio. “Yo no tenía interés en ella al principio, pero el otro muchacho enloqueció con la amiga. Lo que es la vida: le hice pata al otro y terminé siendo recompensado. Supe que éramos el uno para el otro cuando logré hacerla reír. El humor me ayudó a conquistar a la mujer de mi vida”.

Personalidad Destacada de la Cultura de la Ciudad desde 2009, Balá fue causante de uno de los momentos más emotivos de la historia de los Martín Fierro, en 2011, cuando le entregaron el premio a la trayectoria: diez minutos sin egos, ni distracciones, todos hipnotizados de cara al escenario, todas las lágrimas faranduleras juntas, cerrando cualquier grieta.

Carlitos tenía el cuerpo cansado. Pero el reposo del guerrero se veía interrumpido por homenajes incesantes, por ofertas laborales de todo tipo. Los gurúes lo buscaban por su “imagen blanca”, imbatible a la hora de la confianza y la transmisión de valores.

Desde hace años su foto no cambiaba. Estaba casi igual. “Es que soy viejo desde hace mucho”, ironizaba. Parecía haber hecho un pacto con millones de argentinos. Había que crecer, decía, pero sin dejar de ser niños. Por eso su partida nos reencuentra. Nos emociona y nos une en un GRACIAS INFINITO querido Carlitos. Argentina no será la misma sin vos, pero honraremos tu legado.

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